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22/12/11

Mis deseos de Navidad.

Sólo tres cabecitas se elevan más allá del alféizar mientras otros tantos duermen o tiemblan bajo las gastadas colchas de la Residencia "Prosperidad". Más de una veintena de chiquillos aguardan una noche de bondad, de regalos y felicidad. 


Esperan ansiosos un trineo tirado por robustos renos y un señor con la barba blanca y vestido de rojo. Quieren escuchar, para variar, una sonrisa despreocupada, sentir un tierno abrazo y confiar en aquél al que desconocen. 


Josito, Mirenchu y Albert contemplan las lejanas estrellas buscando a Papá Noel. Mirar, mirar lo veo dice Albert y un remolino de niños fluye tras él. 


Unas luces rojas y blancas se encienden y se apagan en el cielo como árbol de Navidad, son los cascabeles que vuelan en los cuernos de los renos dice Mirenchu. Pedir los deseos, cerrar los ojos y no los digáis. Gargantas precipitadas formulan en alto lo que no se cumplirá. Que no me pegue papá, que no venga mamá... No quiero estar solo nunca más...


El más pequeño del grupo, chupete en boca, no articula palabra y señala con el dedo el carruaje volador, agita la cabeza llorando desconsolado con la única familia que conoce a su alrededor...


Deseo que no sea necesario desear... 




Un beso para todos y desde este rincón aguardo la felicidad... 




22/11/11

Olvidando mi propio yo.

Para los que pierden el rumbo en el viaje de la vida...




Abrí los ojos de nuevo entre malezas y mosquitos, calor y humedad. Apoyé las manos en el barro, había llovido abundantemente aunque el cielo ya no se encontraba tapado por nube alguna. Un ruido ensordecedor se aproximaba raudo hacía mí. No podía ver absolutamente nada, la selva me abrazaba bajo su tupida vegetación y me tenía a sus pies. No sentía miedo, no sentía dolor, sin embargo era incapaz de mover un músculo.

Un grupo poco numeroso de gacelas saltaron por encima del fango y de mi quietud. Tan fugaces como la luz que abrió pasos a los colmillos de una leona que mantuvo sus zarpas sobre mis hombros. Amenazante dejaba caer el miedo a mi rostro y asestó sus dientes en mi garganta asfixiándome en la brevedad de un terrible instante en el que mi boca sonrió por última vez.

Abrí los ojos de nuevo frente al cegador sol de verano del desierto de Las Vegas. El público asistente al rodeo gritaba aclamandome, era consciente que ocupaba el destino de esos alaridos tan extraños, no entendía nada, sus palabras carecían de contenido. Sonreí. Un enorme lomo negro se removía bajo mis piernas enredado en una carcel de acero, resoplaba sin detenerse un momento. Sudaba, pera sabía con certeza lo que debía hacer. Agarré con fuerza decididala soga que el animal coronaba y me ví volando dirección a la abrasante luz, atrapé los lacrimosos ojos de Isabel mientras mi último vuelo se asertó en el pitón derecho de aquel montaraz animal. Una lágrima ensangrentada brotó aislada.

Abrí los ojos de nuevo retirando el casco que me obligaba a levantar la barbilla, silbaban amtrelladoras a mi alrededor y sólo pensaba en casa, leyendo el periodico y disfrutando de un café caliente, hirviendo y las manos de Isabel acariciando las mías y ofreciendo unas pastas de té. Tan lejano que realmente no sabía si era yo la persona que protagonizaba mis propios pensamientos. Me asusté, desconocía mi propia identidad. ¿Qué hago aquí? Me levante y observé el horizonte paglado de fuego y humo. Mi pulmón se abrió reventado por una maldita bayoneta que abría mi costado helado y yermo. Mis labios marcaron una sonrisa ya fallecida y me derrumbé en el vacío sin el dolor de vivir.

Abrí los ojos por primera vez en el vientre de una madre que no era la mía, en un lugar que no era el mío, con un cuerpo que no era el mío. Unas ásperas manos sostuvieron mi sonrisa cuando por fin pude contemplar la sonrisa de Isabel. Me llamó hijo.

27/10/11

Llueve.


Llueve... abundantemente. Cierro los ojos y elevo mi rostro en busca del cielo. De una vez me colma de satisfacción.

Aumenta la lluvia progresivamente convirtiéndose en un aguacero. Nos perdemos entre las fluidas cortinas. Refugio, todos buscamos un refugio donde esperar. Carreras perdidas en todas direcciones. Todos queremos escapar de la tromba que cae esta tarde de otoño por las callejuelas de Madrid. Bajo un árbol no muy tupido aguardo para poder continuar...

El diluvio persiste, debo salir de aquí aunque me empape. Una mujer cae redonda escurriéndose sobre la pista de asfalto que ahora se vuelve marea. Agarramos entre dos brazos al cuerpo lastimado y nos adentramos bajo el soportal de una comunidad donde decenas de ojos silenciosos nos examinan. Rostros inanimados que prorrogan al sol que no muestra su identidad. Calados hasta el alma nos sumamos a la manifestación de viandantes sin escapar palabra. Tras nuestros pasos se suman más y más cuerpos perdidos entre aguas salvajes, protegidos por manos desconocidas que se entrelazan sin mirarse.

En el refugio estamos unidos sin conocernos y el calor mutuo nos acompaña. Cada ser alberga pensamientos ocultos, deseos y esperanzas íntimas. Nadie se va. Permanecemos con la palma de las manos yuxtapuestas en el interior de un patio agreste y sombrío.

En mi cabeza la música de mis recuerdos evade mis sentimientos. Aquel día mecía su cabello de un lado a otro, sin poder ver su rostro, bailábamos entre sábanas de algodón. La música crece en mis rincones. Grito a la lluvia que desvanece la danza de su cuerpo golpeando el mío. Su melena bravía vuela ocultando su rostro. Sus curvas recubren las mías mientras sollozos estremecidos agobian mi cabeza. Nuestros corazones entrelazados dirigen las notas musicales de una pared a otra de la habitación. El piano acompaña los sabores de su piel, el amor brota por mi boca enloquecido sin detener la suerte de caricias que mis besos provocan. Aún se eriza el vello de mis brazos, aún beso su boca. Lluvia... que tras la tormenta traes el vendaval de la pasión. Sostengo su cadera sobre la mía en el tobogán de mis acordes. La música continúa en mis oídos, suenan los rayos junto a la armonía terrible de amor, odio, rabia y frustración. Canto conmigo, canto contigo. Entre las sábanas bailas sobre mí. Nuestra danza prosigue durante la esperanza de la muerte plena de los sentidos que ahora callan. El silencio del olvido mientras toco el piano de mi ordenador dejando volar la imaginación que fallece.

Llueve... seguimos unidos en un patio cubierto que nos quita del dolor del aguacero, de la tormenta. Manos desconocidas entrelazadas se funden en el calor del cariño prójimo. El cielo se derrumba durante instantes de cólera. El mal tiempo que destierra el bueno. El bueno que volverá a castigar al malo.

Una chica rubia, preciosa, sin mirar a ningún sitio marcha de la formación desnudándose y exponiéndose al chaparrón. Le sigue un señor de cierta edad despojándose de la indumentaria grisácea y abandona sus zapatos tras sus libres pisadas. Sigue caminando hacía la calle, en su propia dirección, en su propio camino sin importar lo que el exterior le dará. Otro y otro y otro... Salen todos con sólo la tímida desnudez.

Yo no me quito la ropa, yo no porto prenda alguna. No tengo nada que proteger, no hay nada que tapar. Expuesto  pierdo la protección de un patio barroco y firme. El movimiento de mi ruta silba mi canción bailando con mis sentimientos, mi amor por lo bello envuelve mi piel y camino buscando la inalcanzable utopía.

Soy yo.



Texto Revisado el 12 de Abril de 2012. @Guribundis.com

22/10/11

Astros.

Richi aplica sus ideas sobre el lienzo del diáfano muro tignado de polución, con ingenio y experiencia plasma sus sueños que surgen entre los dedos. Un castillo medieval de torres enormes y banderas estilizadas donde un dragón explosiona fulminando la ladera de la ancestral fortaleza.

Verónica sueña con unos ojos redondos y brillosos, sacados de una historia de manga, que invade su intelecto de alegría y gozo. No deja de sonreir y bailar al son que cantan los sprays, perfeccionando entretanto la jóvial cara que ilumina la plaza en la que se van acercando curiosos.

Mayo sentado delante de la nada, del infinito de una pared encalada que se enfrenta a él, al nuevo reto de marcar su capacidad rodeado de maestros consagrados del dibujo callejero. La ciudad espera la plasmación de la imagen preparada en su cabeza y suspira con las manos inmóviles. Minutos en silencio,  la respiración agitada golpea su corazón y su brazo diestro aplica el esquema furtivo de... una calavera ensangrentada.

Noemi crea con los ojos cerrados las crines volantes de una yegua que sirven de cama a la estrella de David. Dentro de las aristas cruzadas dos cuerpos desnudos de mujer besan su piel y lloran de amor con las piernas entrelazadas.

Horas, días de trabajo, jornadas extenuantes enfrentan a los artistas contra sus propias ideas. Agotados van culminando la obra y desde lo alto de mi coche observo sobre cada uno de los pintores un hilo infinito, como marionetas todos los personajes cuelgan de algo que está sobre nuestra capacidad, nuestra autonomía. Grafiteros, espectadores e incluso yo, todos sostenidos por la mano que nos lleva.

Todos admitimos nuestra limitación, sabemos que existe y nadie la ve. Yo la he detectado hace un tiempo, no me puedo revelar. No puedo revelarme, yo solo no. He intentado contarlo a los demás y nadie escucha. He advertido que en realidad no tenemos la libertad de ser, estamos donde quieren que estemos y nos enfrentamos cuando si el otro lado así lo que quiere.

"Si yo lo puedo ver es que he sobrepasado mis limitaciones" era el pensamiento que agitaba el alma del observador. Buscó la forma de subir por el cable que a él le sustentaba. Encontró los aparejos precisos para que su cuerpo volara por el mismo hilo conductor que limitaba sus movimientos. Subió, en principio despacio, hasta que consiguió llegar a una altura de unos cinco metros. En ese momento la cuerda tiró de él arrastrándole a gran velocidad a un lugar oscuro en el que no había nada. No sentía frío, ni calor. Surgió un potente pitido en sus oídos debido a la natural ausencia de ruido alguno.

Un astro gigante fue insinuándose en el cénit de la nada, similar al sol aunque más sonrosado. Con el astro mayor, ingentes estrellas se aproximaban, las más diminutas se acercaron tanto que rodearon el cuerpo de Sebas. Se adosaron a su cuerpo como microbios estelares, fueron encaramándose a su carne cubriendo totalmente su superficie. Todo brillaba en ese momento, la luz hizo desaparecer totalmente la oscura nada y se hizo el todo.

Un nuevo ser asomaba a la ventana de la vida en un pequeño pesebre, su cuerpecito iluminó el pesebre andrajoso donde su madre le trajo al mundo, su luz sonrosada atrajo las caras atónitas del padre y de tres curiosos que entraron siguiendo la luminiscencia de un astro caído. Sonó un estremecido llanto al que continuó una sonrisa.

19/9/11

Mirando al ocaso de tus ojos.


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Para los que huyen de la desdicha...

Se miraban calladamente en un lapso infinito. La bombilla centelleante iluminaba sus rostros, uno envejecido, otro recién llegado. Be....be. Be...be. Conversaban con exigua brevedad dejando morir la tarde. Un tazón de leche humeante, un biberón tibio en una mesa repleta de migas y restos del día anterior.


¿Papá estás cómodo? Comentó María. Jabo, Mi chico, ¿Cómo estás? Entrecortaba una antigua canción que lanzaba a los vientos, una canción que evocaba su juventud y de sobra conocida por sus forzosos oyentes. Recuerdos de aquellos años en los que la figura de Miguelín atolondraba su corazón. Era un chico moreno, de pelo liso y brilloso, tan guapo que deshacía sus palabras, las que nunca pudo decir. Él vivía al final de la calle, sus pasos rastreaban sus movimientos diarios y sin embargo nunca logro una caricia, nunca se atrevió a destaparse ante su mirada. El amor de su vida, fantaseaba en sus momentos de abandono, el gran amor que nunca fue correspondido.


Labraba el huerto con sus manos rudas pero tiernas, con la desgana de la penitente rutina. Manolito, su infante burro, arremetía contra sus posaderas jugueteando. ¡Quieto! gritaba al aire contra la actitud arriesgada del pollino. Su canción constante mantenía su cabeza lejos de la labor, en un lugar maravilloso donde Miguelín complacía sus secretos deseos. Los tomates caían al cesto bajo la luz que se colaba entre los árboles chispeantes, arremetidos por la brisa de poniente, acompañando los tórridos sueños.


Volvió a la cocina con el canasto repleto de verduras recién cortadas, repartió algunas entre las débiles manos abiertas de su padre y de su hijo, como juguetes que distraían la atención callada. La babilla les caía al suelo en un húmedo placer imposible. Uno por la razón olvidada y el pequeño por no capacitada. Papá te pones perdido, ten cuidado.


Sus ojos permanentemente enfrentados, en ocasiones incomprendidas risas se mezclaban y muchas veces el extenuado llanto rompía la quietud. El abandono de papá que un día, ya olvidado, desapareció en él serpenteó de los primeros balbuceos de Jabo.


Manolito Pollino entró en la cocina impulsando la robusta portezuela del patio dando un golpe terrible. Habitualmente se colaba y solía hurtar algún manjar. Llevó el hocico hacia el culo del bebé y soltó un rebuzno ensordecedor soltando coces arrojando la cacharrería de la cocina por los aires. Machito el gato, que vivía donde quería y muchas de sus necesidades las satisfacía en esa cocina, soltó un bufido saltando sobre la brillante e inerte calva de Don Paco. Gritos sordos escapaban por todas las gargantas que transitaban por la cocina. La carrera desesperada de María no se hizo esperar. Perdió los estribos de nuevo arremetiendo con aspavientos. Cogió la correa alrededor de su mano, apretó bien los dientes y enmendó el desasosiego a correazos. La huida de la fauna dejó a los estáticos personajes a merced de la encrespada mujer sometiendo a duro castigo los frágiles cuerpos sentados frente a la mesa. Sumando cicatrices a las ya perennes heridas. No podían llorar más. El dolor no es acompañado por la humedad de las lágrimas.


La sangre brotaba por el rostro de Don Paco, por la espalda del chiquillo y por la sonrisa del burro. María perdió el conocimiento por unos minutos tras la excitación, tirada se mantuvo inconsciente sobre las vetustas baldosas.


El pollino se acercó al abuelo zarandeándole con la quijada. Intentó subirle con el morrillo a su grupa, el afán del burro incitó a los oxidados huesos de Don Paco a movilizarse y con ahinco postró el flácido cuerpo del anciano como una alforja. De un bocado suspendió al muchacho del pijama y partieron. Salieron por el sendero que les acercaba a la aldea recorriendo los meandros del río.


Don Paco tatareaba una canción que durante la guerra resonaba en sus oídos, su memoria continuaba pegando tiros por tierras lejanas. Un guarda forestal observó el desfile de los evadidos. Un silbido enérgico desvió el rumbo del pollino y fue a detenerse a los pies del agente. ¿Dónde van ustedes si se puede saber? Los únicos que respondieron fueron las corneas del asno que se preguntaban qué hacía allí delante de un señor de bigote que no conocía. Las manchas de sangre alertaron a Jaime y enseguida llevó a los lastimados jinetes al médico de una población próxima.


Años más tarde, bajo una lamparilla al final de la nave donde dormitaban decenas de camastros Jabo no dejaba de plasmar sus recuerdos en papel, en el recreo mientras los demás jugueteaban por el patio del hospicio, en el bordillo de los jardines de acceso a la iglesia... En cuanto aprendió a escribir sus manos dedicaban horas a imprimir las ideas que su subconsciente desarrollaba. Llevaba la yema de uno de sus dedos, tocaba una de sus innumerables cicatrices, respiraba hondo y trasladaba al papel las sensaciones que se reproducían en su cabeza. Los momentos más trágicos de su existencia eran marcados para el recuerdo. Desde que llegara a su casa los brazos de su madre le habían proporcionado ternura y desazón, amor y terror. Papá ya no estaba. Abuelo y nieto eran víctimas de la misma suerte, cauterizaban las mismas llagas, dormían las mismos sueños.


Pasaron años entre los robustos muros, aislado entre sus pensamientos y su buscada soledad. Los fortuitos encuentros con sus compañeros terminaban en peleas donde el dolor relajaba su espíritu, eran los momentos en los que se le observaba una sonrisa. Jabo seguía sumando algunas cicatrices de cuando en cuando y las compartía con su abuelo Don Paco aunque sólo fuera en alma. Buscaba en el inerte cariño de sus ojos claros.


En marzo cumpliría catorce años, crecía con el deseo de preguntar a su madre ¿por qué?La odiaba por no haber cuidado de él, y del abuelo, pero la quería. Recordaba sus canciones y sus caricias. Conocía el paradero de su madre por los celadores, permanecía en una institución psiquiátrica de Zamora.


Una noche de domingo de primeros de Abril, a hurtadillas, escapó por una ventana del pasillo donde asomaba un enorme sauce. De la contundente caída se desgarró la camisa y esparció todo el contenido de la mochila que agarraba de la mano. De un plumazo recogió sus escasos enseres y resolvió a la carrera la evasión. Cuándo aparecieron los adormilados párpados de Don Esteban por el ventanal las copas de los árboles que poblaban el camino ocultaron la silueta de Jabo. Sin detenerse solventó la verja con destreza, como si ya lo hubiera hecho en infinidad de veces, al menos en su cabeza.


Jabo había establecido perfectamente la ruta de partida, ensayada durante largas noches en vela. Primero el metro, llegaría a la estación de tren donde embarcaría hasta la ciudad de Zamora y de ahí catorce kilómetros a pie hasta un edificio lóbrego en mitad del llano. Sentado en una pequeña silla, frente a su mamá, le ofrecería su cuaderno, todos sus recuerdos, todas las marcas que su piel mostraba. Aún con el alma partida la perdonaría, sí, la perdonaría, quería su imagen pretérita, quería que sus brazos le mimaran, que sus labios le besaran y que sus canciones acompañaran sus sueños. Perdonaría, estaba ansioso por decírselo, mamá ya no hay más que recordar. Papá nos abandonó y ella tiro de nosotros sola y no pudo con todo. Por eso está aquí, recuperándose. Sus nervios no soportaron la soledad, seguro que está esperándome...


María ya no esperaba a nadie. Un tarde de otoño, cuándo las hojas de los árboles rebosan por los andurriales, una tumultuosa disputa ocasionó la muerte del médico que paliaba las desdichas de acrobáticos enfermos, a continuación cogió su mano asesina y, armada con un estilete, cercenó su angustiosa vida.


Jabo temblando de frío, frente a la verja de entrada a la finca, llamaba al timbre con insistencia. Apareció el viejo Armando, azada al hombro, resoplando a todos los vientos, malhumorado vociferó a todos los santos. ¿Qué leches quieres? ¿Qué haces que no andas en el colegio? Márchate aquí no tienes nada que hacer. Señor, discúlpeme, busco a María Eduarda López, hace tiempo ingreso en este sanatorio. Era natural de Almiruete en Guadalajara, próximo a la falda del pico Ocejón. ¡La pelos! Seguro que es la pelos. Se llamaba Eduarda y padecía esquizofrenia hebefrénica. Estuvo ingresada varios años y sí, muchacho, la pelos era muy cariñosa conmigo. Eramos muy amigos, yo la ayudaba y ella complacía mis deseos tan cariñosa como no recuerdo mujer en mi vida. Una gran mujer. Ya no está entre nosotros, quiso partir al descanso eterno y yace bajo aquellos álamos blancos, en la colina tras el edificio principal. ¿Puedo pasar a ver su tumba? Ni soñarlo, aquí no puede entrar nadie y menos un niñato que a saber de dónde te has escapado. Tengo que ver su tumba. Si te dejo pasar debes hacer algo por mí, es lo justo. Una afirmación callada y la puerta se entreabrió. Venga adelante y rapidito que me la juego. ¿Ves ese túmulo junto al árbol más alto? Enseguida encontrarás su nombre en la piedra, yo me encargué de enterrar a esa belleza que tanto me acompaño. Dirígete hacía allí y te dejo cinco minutos solo.


Las lágrimas no se hicieron esperar y los truenos recibieron el llanto del chiquillo. Chisporroteaban goterones recios que empaparon en segundos su esmirriado cuerpo. Armando apareció sigiloso y de un golpe agarró al muchacho y lo llevó tras las prominentes arizónicas que cobijaban el reducido cementerio. Obligó la mano del niño entre la entrepierna, desplazaba arriba y abajo su ansias. Jabo comenzó a gemir, mostrándose conforme con el acto tantas veces observado. El jardinero cerró los ojos descuidado apoyando la mano derecha sobre el tronco, respiraba con dificultad, hacía mucho tiempo que no gozaba tanto, que no sentía su sexo estremecerse. El momento fue idóneo para atizarle al viejo un duro puñetazo en sus genitales que le tumbó de lado sobre el barro gimoteando de dolor. El cielo se abrió y el sol iluminó la instintiva carrera del muchacho hacía la entrada lateral del edificio.


Un claxon resonó tras el enrejado pórtico, un chrysler 180 con los faros encendidos permanecía sobre el barro. Automáticamente el paso se abrió permitiendo su acceso hasta el patio principal. Desde una escalera Jabo se mantenía oculto. Vio salir del coche a un hombre alto, rubio y con un bigote que le dividía el rostro en dos partes. Le recibió un señor bajito y rechoncho que no hacía más que tirar de los tirantes que vigilaban su pulcritud. Pase señor Gaztelu, pase por favor. ¿El viaje ha sido agradable? Si, gracias. Tengo algo de prisa, sólo quiero firmar los documentos necesarios para trasladar a Eduarda y volver a Barcelona.


Una joven boca apostada en el lateral del edificio no podía cerrarse y así se mantuvo hasta que los gritos del dolorido Armando llegaron a los oídos del señor Pablo Gaztelu y el director del centro. Jabo salió corriendo hacía el señor Gaztelu en busca de socorro y se refugió tras él. Quieto chiquillo. ¿Que te ocurre? Ése viejo quiere pegarme y ha abusado de mí. Le he dado un puñetazo en sus partes y he escapado. No te preocupes, no te va a hacer nada. ¿Cómo te llamas? Jabo Gaztelu. Se miraron sonriendo y el muchacho cerró sus ojos y soñó.

24/8/11

Una maldita piedra.

Corre el perro cazador tras su presa por el páramo, el sudor brota cautivo de su carrera aproximándose al cuerpo temeroso que le precede. Las fauces salivando pasión, energía y con los ojos inyectados de sangre.

Muerde a la presa cayendo y golpeándose contra el suelo mortalmente, una maldita piedra con un saliente que torna la victoria en derrota y la vida en muerte.

Corre la liebre con un rasguño que el tiempo cicatriza y su perseguidor olvida.


6/8/11

Inquietud.




Eclosionaba en la noche como ave nocturna, desplegó sus alas y con la inquietud natural de una nueva vida una centelleante libélula saltó a su destino. Sobre las aguas del río su mirada se detuvo ante la figura iluminada de la luna reflejada en la suave corriente.

Su incipiente vuelo surcó la brisa de la noche, la curiosidad arrastraba su inquietud hacia la figura del agua. Cuanto más volaba más la luna se alejaba, inalcanzable la observaba y sonreía sobre las aguas.

Ya de mañana, agotada y sin fuerzas descansó, durmió hasta que el cielo se oscureció. La enigmática luz volvió a sorprender a sus ojos. Continuó pretendiendo la sorprendente sombra blanca y volando sobre el río prosiguió viaje.

La madrugada llamó y extenuada posó su cuerpo en una roca enfangada, apenas miraba en el vacío. La luna se acercó y besó su mejilla. Se despidió de su dolor con la figura que acompañó su efímera vida apagando la llama de su compañía.


Revisado el 12 de Abril de 2012. @Guribundis.com

18/7/11

Aviones lanzados desde las cumbres.

Me llamo... es igual, soy mujer y permanezco en el interior de la prisión de mi casa, en un lugar indeseable en un momento indeseable. Quiero imaginar que nací en Sevilla, España, hace veintidós años, sin embargo mi madre me trajo al mundo en el norte de Rumanía, en la falda de un monte cuya cara más escarpada se asoma al oeste, como un inmenso balcón. Subo con el rebaño de cabras con el buen tiempo y desde lo más alto miro el horizonte, imagino que alcanzo a contemplar Andalucía, sé que la alegría surca las calles y el día a día es un poco más fácil.

Albergo la existencia de mis cuatro hijos en mi corazón, cuando lloran me retuerzo de dolor y cuando Nicolás nos pega... muero. Me casaron muy joven, gracias a la dote mis hermanos marcharon y sé por bocas ajenas, que viven muy bien en España.

Junto a mi pecho, pegado a mí, Juan refunfuña, a veces llora, otras ríe y las más aguanta mirándome a los ojos. Con sólo seis meses ya sabe cuando debe rechistar. Desde primera hora le llevo en el capacho y casi hasta la noche aguanta sin una queja. Cuando me mira con su carita sonrosada y me da su sonrisa un diamante cae de mis ojos, una pena germina en la tierra.

Mis hijos son con los únicos que me permiten hablar, cuando no trabajo permanezco en casa con la tarea de esperar a Nicolás o la de satisfacer las obligaciones que sus padres imponen. Si tengo suerte y no viene malhumorado, y en demasiadas ocasiones bebido, puedo acostarme tranquila, bueno, hasta que me hace suya de amor o de odio.

Me gusta mucho el verano, subo a mi montaña, si puedo con mis cuatro niños y desde allí les muestro la tierra de la esperanza. El lugar dónde todos los días se come, dónde se respira libertad y dónde el futuro está en sus manos.

Llega la noche y la embriaguez se introduce en casa de sopetón, como en tantas ocasiones acompañando a mi marido, los niños se apartan con los movimientos clásicos, despacito y sin ser vistos. Las voces entran con él, su madre, como siempre da las órdenes y yo obedezco. Mi chico el mayor me ayuda sin que le vean, con nueve años recién cumplidos sostiene al pequeño en un rincón fuera de la vista de su padre. Todos mis hijos tienen nombres españoles aunque lo sabemos únicamente ellos y yo. A los otros dos los meto en la cama  en cuanto la noche incide en la puerta y si puedo les canto mientras estamos solos. Hoy toca follón, una bofetada me sonroja el rostro, otra bofetada cercena mi alma. Cuando termina de arremeter contra el mundo continúa conmigo y en el instante que su deseo aparece abro las piernas a su incapaz cuerpo.

Escribo cartas donde mis días vuelan en forma de avión que lanzo desde la cara oeste de mi montaña, estoy segura que alguno llegará a España antes de que yo misma acabe bajo el techo de esta casa. Espero que lleguen a las manos que un día jugaron con las mías no demasiado lejos.

Una mañana con mi chico colgado, otros dos en una mano y el mayor en la otra salí de la puerta donde la crueldad vivía y abandoné toda mi sometida existencia en busca de la incertidumbre que sólo las manos vacías otorgan. No volveré. En el camino bajo la cara oeste de la montaña pisé los aviones que tantas lágrimas cargaban y mantuve la mirada en el horizonte cantando alegres canciones a mis amores.



Cuando no me ve nadie escribo pequeñas cartas a mis hermanos, como no consienten que las pueda enviar realizo aviones voladores como Janni me enseñó y desde lo más alto de la montaña los lanzo.

14/6/11

En lo más profundo.

Por una canción de amor.

En lo más profundo de mi corazón nació tu deseo, despegó el sollozo apasionado de tu voz cuando respiras a mi lado. En lo más profundo compartí mi canción mientras dormías en mi lecho.

Tus palabras caminan pegadas a las mías, provienen de la misma garganta que las vio nacer. Gritas a la luna en el momento que rasgo tu piel con los jadeos encontrados de placer, vuelve tu ser a mi lado, es anochecer.

Abres las puertas del balcón cuando la bruma despierta fría, el calor se transforma en gélida madrugada y el astro mágico desaparece ante tus sueños marchitados. Ha pasado la noche en lo más profundo de la habitación que nos tiene presos de placer. De locura olvidados ante las miradas calladas que de guía surcan los mares de tus manos. Los océanos de tu contorno mortifican mis obsesivas ansias de fundirme en tus entrañas y derriban las murallas de la severa realidad.

Será tan difícil mirar desde el otro lado, será tan difícil mirar desde lo más profundo de tu ser.

13/6/11

Sobre firmes dunas.



Miro a la bandera que corona la duna en medio del vacío del desierto, nos dejaron aquí hace muchos días y el sopor me tiene exhausto, no tendría que estar en este misero lugar. De vez en cuando nos mueven de posición, de vez en cuando se acuerdan de que tienen tirados en el desierto a cincuenta soldados asándose bajo el horno africano.

En el pueblo que vigilamos permanece una escuadra de insurgentes acusados de asesinar a un grupo de muchachos la semana pasada, maldigo su existencia y maldigo la calma con la que Dios nos observa. No puede existir Dios si disfruta del espectáculo de la guerra, lo mismo mira el televisor con una cervecita en una mano y un porrete en la otra. No estaría mal ahora el frescor agradable de la espuma de una lata de cerveza.

Pon la radio un poquito Enrique, me aburro como una lechuga en plena sequía. Escuchar habla la vicepresidenta, seguro que nos lleva a casa esta noche. ¡Boom!, proyectiles comienzan a caer sobre el pueblucho, ¡empieza la juerga!, ¡preparaos!...

Rafagas de dolor comienzan a cantar su canción preferida, la que todos escuchan y algunos reciben como premio final de su vida. La voz de la Clinton continúa, sólo dice lo de siempre, seremos fuertes en el ataque defendiendo la libertad, será la suya porque tengo el cuerpo negro y soy albino. Éstos son los que viven a costa de cualquier cosa, por encima de todo están las palabras y para nosotros los hechos, el riesgo y el llanto de nuestra familia. Me he equivocado de lugar, quiero escuchar a los deep purple en el patio de casa con Clara en mis brazos, viendo jugar a los niños y comernos un hermoso costillar. En la cama hacer el amor con la preciosa mirada de Clara, con el cuidado que me da y su vida que es la mía. La que me desea, la madre, la mujer y el sol que da sabor a mi vida. Cuánto te echo de menos, en este lugar todo es oscuro a pesar de la claridad del desierto que todo lo marchita. Un beso de tus labios es lo único que reconforta mis sueños y mis esperanzas, cuando salga de este mar seco dejaré este oficio de odio y me guardaré en los abrazos de mi familia. Cómo os quiero.

Chicos, adelante, han terminado el riego de proyectiles, nos toca actuar. Disparamos advirtiendo nuestro paso, no se ve una mosca, han arrasado con todos los cimientos de este lugar, será rápido. Nos aproximamos con cuidado, nos dividimos con sigilo por las calles. Algún disparo chilla pero nadie responde. ¡Adelante!

Nos reunimos en una plaza céntrica, este pueblo no es muy grande, sólo vivían pastores y cabras, algún artesano y nada de nada... no hay nadie.

Los aviones sobrevuelan nuestras cabezas y no sabemos bien por qué. Ya está resuelto, no hay nada que atacar. A nuestra altura descargan un racimo de bombas que nos da la oportunidad de respirar por última vez y despedirnos de nuestros recuerdos, de aquello por lo que vinimos a este lugar.

La radio continúa emitiendo sin ser escuchada, proclamando la libertad ante el terror, anuncia una revuelta en una población al sur de Bagdad en la que ataques de morteros han acabado con la vida de soldados americanos y aliados, sus nombres son... La venganza no descansará, la victoria final será  la libertad.


Revisado el 12 de Abril de 2012. @Guribundis.com

6/6/11

Losas sobre el barro del pasado.

 Para aquellos que en vida morimos...



Chisporroteaban los piñones en la sartén, "doraditos serán una delicia", se decía sonriendo imaginando el rostro de su Pedrito. Su trigésimo aniversario. Era tan feliz y se sentía tan orgullosa que lloraba mientras se embadurnaba de nata y  rechupeteaba los dedos. Doña Eulalia no se cansaba de canturrear sin mucho acierto las coplillas que de joven emocionaban su piel. Dispone una pequeña mesa en el centro de la cocina, los muebles blancos, las paredes blancas, su alma diáfana como la luz, todo iluminaba las mayúsculas pupilas cansadas del sopor de los fogones.

Gobernando la mesa estará Ramón, su voz debe ser oída por todos, con su boina levemente inclinada. Nunca ha dejado de admirar los ojos de su mujer, como cuando la vio por primera vez y se enamoró de ella. Pedro se sentará a su derecha, tiene dispuesta una copita diminuta para el anisete. Aún mantiene la vajilla que su madre se afanó en conservar para ella, es todo la herencia que tuvo y hoy día es la que dejaría. Rafi se sentará en el lado opuesto, a la derecha de su madre, su copa todavía no tiene lugar en la mesa aunque Eulalia ya le ha dicho a padre que con con veintidós años ya puede mojarse los labios. Lo harás pronto, hija mía, repite en toda celebración. Su pequeña minusvalía debilita su espíritu. Cómo recuerda Eulalia a su Dios que el día del parto la castigo por andar con la falda subida antes de tiempo. Cada noche el credo se apodera de su alcoba y su lastimero perdón es rogado y no alcanzado. Desde que la niña nació apenas cuida de ella. Pedro son sus ojitos pero la chiquilla es caso aparte, hace muchos años que su marido se encarga de sus cuidados. Cada noche Ramón pasa un largo rato con su hija. Agotado sale de la habitación cuando ya cierra los ojos y los sueños se abren. Llega tan cansado junto a Eulalia que ella apenas siente la hombría de su marido, ella sabe que sigue queriendola. Me juró amor piensa en voz alta y cada noche recibe un tierno beso en la frente. Cada vez que Ramón se recuesta junto a ella se marcha en absorto espiritu.

Pedro ya marchó de charanga con su amigo Alberto el cuatro pelos, volverán tarde como cada sábado y cada lunes y cada jueves y cada... Siempre vienen de madrugada saciados de alcohol y de perfume barato. Eulalia sabe que de día cumple con su trabajo, siempre lo ha creído así, no puede ser de otra forma, sin embargo en la oscuridad el oculto Alberto trastoca su bondad.

El enorme reloj de pared que preside el salón resopla once campanadas. Ramón permanece en la alcoba de la niña y Eulalia aguarda su llegada. El cumpleaños anima una alegria olvidada entre las cuatro paredes de su casa. Una callosa mano toca ligeramente el abandonado pubis con la yema de los dedos. Recuerda la mano firme y algo ruda de su marido, la única mano que se ha posado para ella. Con su dedo anular roza uno de sus pezones y saliva entre dientes desesperada de amor otra noche más. Alborota su largo y canoso pelo con movimientos de deseo, desnuda bajo las sábanas su dedo busca su pequeño montículo de pasión.

La puerta se abre de improviso sin permitir al excitado cuerpo de Eulalia esconder su intimidad. Ramón se acerca al lecho con los ojos clavados en la mirada perdida de su mujer y se asoma al interior de los muslos mordiendo los labios extenuados que permiten que su lengua recorra la húmeda vulva. Eulalia se aferra a la cama, se estira convulsionada soñando despierta entre flores que no marchitan y cuerpos que no envejecen. Recuerda el amor que aquella tarde, bajo aquella encina frondosa, gozaron. Llega al éxtasis como en su memoria ya no existía. Ramón besa sus mejillas con dulzura, su pecho, su vientre y su sexo.

Una voz alterada llega desde el final del pasillo. Ramón se acerca con decisión y sin decir palabra puede contemplar a su hijo que viene acompañado de Alberto y Lourdes. Están ebrios. "Pedro saca a tus amigos de casa, no son horas de molestar a nadie". Papá vienen a tomarse la última copa, no creo que te importe que disfrutemos de la hora más mágica de la noche. Es la hora en que la lujuria brota en el interior de las alcobas y las mujeres reciben a sus machos en celo. No es verdad que tus mujeres te reciben cuando tú quieres papá.

¡Salir de mi casa ahora mismo! Serías capaz de echarnos papá. Sólo queremos algo de diversión. Sácanos unas copas. Ramón agarra una de las estacas de la leñera y levanta el brazo con la intención de abrir algún cráneo. Da un paso al frente azorado y descalabra a su propio hijo de un golpe seco. ¡Ven tú ahora! Alberto desenvaina una navaja de palmo que directa al corazón acaba con las decrépitas fuerzas de Ramón. Un último gemido despide de este mundo envuelto en un profundo llanto a un marido y padre. Eulalia sale al encuentro de los gritos de su marido topándose con su cuerpo postrado en el frío solado. Sus manos presurosas se lanzan sin pensar al cuello del que ha traído la ruina a su casa. Alberto aloja de nuevo la hoja bien afilada entre el añoso estómago y el brillo del cielo. Las manos de Eulalia, a pesar de la profunda herida, no sueltan a su asesino y continúan las cuchilladas atravesando su cuerpo. Los gritos estridentes de Rafi emergen de la habitación y ciega intenta atacar al que acabara con ella con la misma certera destreza que acabó con sus padres. Pedro no puede creer lo que llega a contemplar su retina, sangre amaneciendo por el suelo, sólo el mortal rojo viste la casa que le vio nacer. Arrodillado implora a Alberto la muerte.  Reza por no haber tenido el coraje de matar a su padre con sus propias manos cuando fue el momento, hubiera evitado estas heridas que ahora ahogan a la familia Camaro. Acaba conmigo Alberto.

Lourdes agarra del brazo al asesino y salen de la casa dejando morir en vida al infeliz de Pedro con los brazos en cruz orando aquellas frases que su madre le repetía en tantas ocasiones. Llora por no ser hombre, llora por no enfrentarte al que tanto hizo. Como un niño solloza sobre la sangre de su sangre.


Revisado el 12 de Abril de 2012. @Guribundis.com

1/6/11

Metros de largo camino.

Para mis chicas... un infinito beso.


Con el sol delante me secaba la frente mientras el murmullo me aislaba del mundo, mis pensamientos ahogados retorcían mi interior como serpiente roscada entre músculos y tendones. Estiraba los dedos, apuntaban al suelo nerviosos, con un recuerdo entre los ojos, besarte tras la llegada, abrazarte durante interminables segundos. Tu voz me hablaba con cariño y una canción muy rítmica sintonizaba entre nosotros. Una sonrisa asomaba en mi rostro. Tú ante mí.

Una formidable mañana para correr, repetía a todo mi alrededor sin detener la mirada en nadie. Mis pies bailaban calentando el resto de mi recién despertado cuerpo. Sus sábanas entremezcladas mientras las palabras saltaban en nuestras bocas y los ojos se cerraban contemplando el misericordioso infinito entrevelado de la habitación. Las caricias subían y bajaban decorando el dibujo que la naturaleza ya ha formado y que ahora es uno, multiforme, una mano brotada de otra mano, un pecho de otro pecho, unos labios de otros labios, acompañaban al clímax de horas de duradera pasión, ahora aquí botando al sol que enciende mi cara. Estoy vivo.

El disparo se oyó kilómetros a la redonda y puse en marcha mi corazón, mis piernas. Apreté los nudillos y emprendí viaje. Empecé como nunca, más rápido de lo habitual para mí, perseguía mi alma que bullía de satisfacción. Soy yo éste que vuela sobre las piernas que no pueden dejar de moverse, inquietas, ávidas de asfalto.

Los nervios cabalgan cuajándose entre las ramas de mi cuello y mis sentidos agradecen el aire suave que llega fresco, el olor de los árboles con sus verdes copas empujan mi carrera. Mis pulmones se hinchan agolpando los límites de mi torso, voy a estallar. En mi mano aparece agarrada la pequeña mano de mi niña, que con su pelo rubillo baila surcando la brisa y emocionadas lágrimas brotan incansables.

Acelero llegando a la última curva siguiendo a un grupo de intrépidos atletas y con su ligero paso entro en meta desesperado de sufrimiento... el colapso llega y mi corazón detiene su movimiento sin restos de fuerza.

Atestado de ojos a mi alrededor mantengo mi cuerpo tendido y agonizante, no reconozco a nadie, inmóviles mi observan sin dejar escapar sonido alguno. Entre bosques de piernas la mirada cariñosa de ellas, ellas, ellas... mis chicas sonríen y mis ojos se cierran agotados.


16/5/11

No dispares.


¡Que maravilla! La luz del sol se reflejaba, pura, sobre las aguas del lago en el mismo centro de Barcelona. Agarrados de la mano la pareja perseguía a un numeroso grupo de turistas venidos de oriente que acalorados entraban en el majestuoso edificio.
Un niño gritaba deseperado junto a un perro que olisqueaba la basura tras la verja del recinto y uno de los vigilantes lo echa a patadas, no está bien visto mezclar la divinidad de Dios y una inmunda existencia.
Ezequiel no dejaba de disparar con su cámara fotográfica y Daniela con su cucurucho de pistachos, comprados a precio de oro, sonreía con gesto anodino como sumergida en la inopia. Disculpe señor dentro no puede utilizar el flash, gracias monsieur. El notable cuerpo de seguridad detectaba al instante la procedencia del visitante, en este caso Ezequiel era nativo de la Mancha.
Justo el centro del Santuario se detenían las incontables cabezas enfocadas hacia la gran techumbre que asombraba a propios y extraños, en la parte central una sábana escondía lo que podría ser un fresco al estilo de Miguel Ángel o posiblemente un juego de luces que los artificios de los decorados ventanales creaban para diversión de los espectadores que quedaban embobados metros abajo. Ezequiel, ni corto ni perezoso, a sabiendas de lo prohibido que era disparar su cámara fotográfica extrajo su teléfono móvil y creando la ficción de la llamada fortuita realizó varias fotografías a las que Daniela contestó ¡estoy guapa! Un ejército bien pertrechado del servicio de seguridad se abalanzó sobre el atrevido manchego formando una melé en la que Daniela era la guinda del pastel y coronaba la torre humana sin descuidar la imborrable sonrisa.
A los pocos minutos, el numeroso grupo de gafas con sombrero provenientes de más allá de tierras conocidas para un occidental conservador como Ezequiel, se encontraron solos repartidos por la celestiales columnas por toda la nave. Sin ser advertido el magnífico tapado blanco se desplomó, cayó al suelo haciendo desaparecer todos los individuos que en ese instante se encontraban fuera de la vigilancia de la seguridad del edificio, distraídos en un revolucionario oriundo del ardiente sur de España. En el suelo quedaron repartidas estilográficas y cámaras de fotos, alguna peineta de recuerdo y un par de dentaduras.
Aclaradas las disputas de Daniela con el sargento de la Policía Local en la que las acusaciones de tocamientos insanos se confirmaron como falsos, Ezequiel y su mujer pudieron contemplar la techumbre que era reservada para la inauguración de las principales personalidades políticas y económicas, los luminosos rayos de luz se difuminaron en el prisma octogonal colocado en el centro, del cual difuminaban colores en todas direcciones. Cegados por el evento rompieron a llorar y en un abrazo se juraron amor eterno. A sus pies los japoneses sonreían desde el suelo.


9/5/11

ALENDA. Colmillos sumergidos en el río Manzanares.

Otoño de 1801.

Sobre la ribera del río Manzanares los chavales corrían tras Rufo, un chucho que apareció en la barriada hace unos días y que había conquistado los corazones de Carlitos, Vicente, Damian y Alenda. Subían y bajaban por las cañadas armados con palos, lanzados uno tras otro dejaban exhausto a Rufo y de barro hasta la barriga.

    Los soldados franceses paseaban en parejas entre las ínfimas casas levantadas con el esfuerzo de todos los vecinos, en cada nueva venida al arrabal la ribera entera se disponía a preparar el nuevo hogar y juntos construían un nuevo emplazamiento. El éxodo de los pobres del campo había engendrado una austera clase servil en la ciudad donde el pillaje era la forma más común de supervivencia.

    Alenda volvió a casa con el estómago vacío, abuela tengo hambre, repetía tras las faldillas de Amalia que daba vueltas en la cocina sin detener sus tareas. Fabricaba jabón, cosía para los más pudientes que vivían más allá del río, cercanos a la plaza mayor donde subía y bajaba a diario. Preparaba la comida para Cristóbal y Zacarías que volverían de las caballerizas cuando el sol se escondiera. Alenda continuaba persiguiendo a su abuela sin ser escuchada. Salió sin llevarse bocado en busca de Damian, seguro que no le importaba acompañarla a la confitería “San Marcos”, ya habían estado allí una vez y habían conseguido un buen botín, una rosquilla. Su pequeña estatura facilitaba pasar desapercibida, esa cara dulce y sonrosada facilitaba el acceso a los mostradores inundados de caramelos, bizcochitos y jugosos panes recién hechos.


Don Gustavo sonreía a una bella dama acompañada por un oficial de poblado bigote y patillas largas con un largo sombrero oscuro postrado en la cintura. La pequeña inadvertida por los inquietos y diminutos ojillos del comerciante agarró uno de los panes más finos y lo introdujo bajo el manchado mandil que su abuela siempre la obligaba a llevar puesto. Damian no pudo contener el impulso de sustraer al vuelo los caramelos que bajo el mostrador se almacenaban. Una grave voz recorrió al espalda del muchacho y el terror se apoderó de sus piernas, corrieron llevándose a toda velocidad los enjutos cuerpecitos y desaparecieron tras la puerta. El oficial francés con paso firme se asomó tras los ladronzuelos y con el brazo levantado dio el alto, la calle era transitada por varias de las parejas de soldados que recorrían Madrid en defensa de la paz y el orden. No tardaron en ser detenidos por un soldado vigoroso de origen hispano que se hacia llamar Ernest y que en su pueblo natal, allá por Huesca, llamaban Ernesto. ¿Dónde vais? Preguntó el grandullón levantando los dos niños en el aire. Suélteme señor mi abuela me espera y le daré un buen susto sino vuelvo pronto. Damian no podía ni articular palabra, seguía siempre los pasos de Alenda sin tener el mismo arrojo. Otro soldado se acercó por la espalda de los chicos que se mantenían colgados de aquellos fuertes brazos, yacían como perchas, e incrustó la bayoneta por la espalda del niño que ya no sería hombre. Un sollozo despidió su existencia, como siempre hacía todo sin un ruido. La sangre goteaba suavemente por las piernas desnudas y Alenda impávida mantuvo la mirada en el rostro de su amigo.
Rufo apareció por una de las esquinas perseguido por Carlitos, de un extraordinario salto mordió el brazo velludo de Ernest forzándole a soltar a la chiquilla dándose un costalazo tremendo. Carlitos cogió su mano tirando de ella como si fuera una muñeca de trapo arrastrándola por el suelo. Varios soldados acudieron enérgicos a la persecución, dos ladronzuelos huyeron por el callejón de las espadas, así se le conocía a la calle que moría en la herrería de Don Baldomero. Se escondieron entre los herrajes revueltos de potros y caballos ante la mirada callada del viejo Baldomero, casi ciego el herrero trabajaba casi de oído. Al sótano, fue lo único que sus labios diluyeron, apenas imperceptible pero suficiente para los niños. Entraron en la bodega y se escondieron detrás de odres repletas de vino y sacos de trigo y centeno.

Dos soldados entraron sin mediar palabra y a patadas se enfrentaron a los pellejos desparramando todo lo que pillaban por el suelo. Carlitos y Alenda enterrados bajo las sacas de cereal eludieron las arremetidas y se mantuvieron varias horas ocultos. Anocheciendo, Baldomero les hizo salir por una portezuela que daba a una abrupta pocilga en la que unas criaturas sólo eran reconocidas por sus ojos despiertos y sus gruñidos estruendosos. Enterrando los pies en los orines salieron al exterior con una expresión de alivio dejando atrás el hedor, entre las estrechas callejuelas bajaron al río evitando miradas inquisitorias. A pesar de la gélida brisa se limpiaron las piernas y con una leve sonrisa se despidieron. Carlitos subía la ribera cuando vio el cuerpo de Rufo volando de la mano de un soldado. Rufo acabó arrastrado por las aguas que todo lo limpian.
Alenda llegó a casa, Amalia daba vueltas a la cocina sin descanso, llevaba en las manos un cuenco de jabón recién hecho. Miró a la pequeña sin inmutarse y con un mal gesto continuó la tarea. Tengo hambre, observó Alenda y siguió a su abuela. Apareció Cristóbal y ofreció una migaja de tocino y un trocito de pan a la pequeña, vete a la cama mi niña mañana te traeré leche fresca y un cuenco de aceite. Un beso en la frente de Alenda sumergió sus sueños en el calor de su madre.

30/4/11

Una tarde de valor.

Para  las madres que se agolpan en mi corazón. 


Corrió cómo hacía tiempo que sus piernas no se prestaban a hacerlo, el aliento se agolpaba en la entrada al Hospital Central. Pasó sobre el iluminado hall y allí, en un pequeño mostrador, preguntó a una dispuesta señorita por la sala de paritorios, mi mujer está a punto de dar a luz, dijo excitado, era su primogénita, Sofía se llamaría, había conseguido convencer a Marta de reescribir el nombre de su abuela en otra nueva vida.

Gritos intermitentes en la sala coronada con la foto de un bebé rollizo. Marta resoplaba intentando contener todas sus fuerzas entre las piernas, las lágrimas inundaban su rostro esperando ver las facciones de su hija, no la quería mal, un hermano murió en el parto y su corazón se atrapaba ante la posibilidad de una desgracia. Tú no morirás, pensaba alocadamente, vas a vivir Sofía, te quiero conmigo. A cada contracción un nuevo impulso y un deseo incombustible de proteger la nueva vida que vendría a sufrir a este mundo.

La carrera incansable de Ernesto terminó ante la puerta de una parturienta estremecida y agotada que agarraba los barrotes de su cama como carcel que atrapaba a su hija Sofía. El beso infinito de su amor dio con el empuje creciente de un bebé que ya no esperaría más, vendría a este mundo con la energía suficiente para llorar con la fuerza de un huracán y así, con la cabecita fuera los llevaron a paritorio, con la niña escapándose de su madre. El sudor cegaba los ojos de Marta mezclados con lágrimas y cansancio. Sus manos se agarraron con fuerza, ¡Ahora!

Un médico extrajo el cuerpecito agotado de la niña, el silencio inundó el parto y todos las miradas estaban centradas en los sollozos que habían desaparecido. ¡Ahhh! Marta rompió a llorar temiendo por la salud del ser que de su vientre se fugó. ¡Ahhh! ¡Sofía! Y la pequeña contestó a la llamada de su madre con un grito más profundo y el llanto contagió a los testigos de una sala, en un hospital, en una ciudad.

Para ti, madre.

22/4/11

El reflejo de la luna sobre tu mirada.



Se cómo es. Piensa en yacer enredado en mi cuerpo. Una flor entre sus dedos, un mensaje bien claro entre sus ojos, una palabra y soy suya como mío es él.

Rodea mis caderas elevándome sobre su cintura dejando desvanecer mi blanca camisa sobre sus pies. Mi lengua recorre su excitado cuello, sus venas bombean a la velocidad de mis caricias que alientan su rigidez, la que me lleva, la que me devora.

Camina hacia el lecho, donde el sol calienta, donde la luna se refleja sobre tu mirada, sobre los besos que vuelcas en mis esencias, sobre las caricias que me apasionan.

Aullando sobre las traslucidas cortinas deseo su corazón con su corazón en mi ser. Armada con una daga de brillantes le asesté con certera pulcritud sobre su garganta, el adiós fue angustioso pero no hubo queja, ni una misera embestida. Corté la mía... mi cuerpo agonizante cae sobre el suyo. Ya somos uno, ya conseguimos la eterna felicidad.


@2011 Guribundis.

11/4/11

Bolas de lana entre los dientes.




Soplaba el viento del Sur, en Granada, abrasando a su marcha el septuagenario aliento de Gustavo que bajo las ramas secas de un chopo se desvanecía. Su rostro aguardaba inerte a una ayuda que nadie atendía.

Paseando por unos marchitos jardines el pequeño Carlos y su lanudo caniche jugueteaban por una herrumbrada barandilla verde con angostos bordes. Saltaba con las coloridas zapatillas nuevas que el tío Federico le había regalado y mientras tiraba piedras canturreaba a Toto. Sube la barra y la baja, baja y vuelve a subir... un descuidado tropezón y la lámina metálica se clava en sus rodillas propiciando un estallido tremebundo. A pesar de los gritos el sopor hizo sordos varios kilómetros a la redonda. Toto huyó presuroso dejando atrás al sollozante muchacho, como sin querer sentir el suplicio emigró calle arriba hasta toparse con el cuerpo indolente de un anciano bajo el sol que un chopo agonizante no evitaba. Como fiera sangrienta clavó sus finísimos colmillos en los pasivos tobillos del anciano yaciente provocando una ínfima hemorragia.

Las nubes comenzaron a cubrir tímidamente el límpido cielo azul mientras el llanto de Carlos continuaba a la vez que frotaba sus rodillas como si quisieras borrarlas. Agachado ofrecía el culo a la tormenta que continuaba cubriendo la ciudad. Pepa, una oronda mujer que subía por la avenida de vuelta del mercado, caminaba con un carrito medio vacío porque decía que su Pepe le daba lo justo para neutralizar su impetuoso materialismo, se aproximó para auxiliar el escozor del pequeño con la dulce voz que la naturaleza le había obsequiado, siempre decía que la canción hacía maravillas con el dolor, bien lo sabía ella, su Pepe olvidaba a veces volver por las noches, a veces olvidaba que era su mujer, olvidaba que era final de mes, olvidaba sin más.

La lluvia apareció llamada por la tonadilla de una mujer entregada a su voz y al unísono erradicaron el sufrimiento de Carlitos permitiéndole salir corriendo a buscar refugio dejando a la intemperie un carrito y una mujer. El chaparrón empapó en segundos a un inmóvil anciano que espabiló raudo, a Pepa que su velocidad carrito en mano no superaba la de "seguro que te mojas" y un niño que casi evita el chaparrón de no ser porque su refugio fue bañado por un imponente camión de riego que en ese momento aprovechaba para lavar las aceras. Los pantalones y las estrenadas zapatillas se coparon de barro y agua sucia dejando la silueta de Carlos impresa en la pared.

Gustavo ya despabilado observó sus doloridos tobillos, su ropa empapada y un caniche con la lengua jadeante sentado frente a él. Con una mano buscó una boina incrustada en su propia calva y con la otra frotaba sus lumbares. ¡Qué costalazo me he dado!

Un enorme y vigoroso doberman se acercó a Carlitos que, como una estatua, contuvo la respiración. Enseguida el olor de Toto alcanzó el hocico del animal erizándosele todo el lomo. Los ladridos provocaron en el chaval el llanto cerrando los ojos por el temor a la bestia. El amenazante doberman emprendió carrera en busca del poseedor del aroma canino recién grabado en el área más salvaje de su cerebro y que había detectado no estaba demasiado lejos, a unos cuantos metros de allí. Los dos animales se toparon de golpe, sin poder remediarlo el cuello del lanudo caniche penetró entre los enfadados molares de Roco, nombre que relucía en un collar de pinchos que protegía a la cándida fiera. Gustavo pudo incorporarse observando el panorama e intento ahuyentar al doberman, lo único que consiguió fue que se abalanzara sobre él y le derribara. El anciano daba gracias porque el pequeño caniche continuaba mostrando vida e intentaba zafarse de las fauces.

Cesaba la lluvia paulatinamente mientras Carlitos viajaba en el carro de la compra que asemejaba a una improvisada piscina. Pepa tiraba del chiquillo, empapada de arriba a abajo recorrían la interminable avenida buscando al indefenso Toto. En poco tiempo adivinaron un doberman con una nívea bola de lana colgando de su boca, al que un señor mayor sujetaba del collar desde el suelo. ¡Ése es mi perro! Se aproximaron a la velocidad que las piernas de la madura señora permitían y sin pensarlo dos veces saco unos puerros de entre las pocas pertenencias que flotaban junto a los pies del chiquillo y con ellos en la mano, gritando como valeroso guerrero, atacó a la alimaña negra machacando las verduras contra su testa. Carlitos aprovechó para agarrar a su malherida mascota que gemía, tiro con una mano mientras sujetaba las robustas fauces con la otra. El can no pudo más que evitar los golpes y apartarse centrándose ahora en Gustavo que se retorcía de dolor en el suelo. Se lió a bocados con su camisa, sus pantalones, un mordisco por aquí y por allá, las manchas de sangre se iban sucediendo. Enérgicamente Pepa lanzó, certera, una patata al cogote del doberman y consiguió que Roco huyera chillando como chihuahua colérico. 


El desapacible temporal aminoraba su intensidad y permitía un respiro a Doña Pepa y Carlitos que llegaron como una sopa a ver el estado en el que se encontraba Gustavo. Un cartero montando una vieja motocicleta se acercó al contemplar al anciano sentado en el suelo, preguntó por lo ocurrido y tan pronto como Gustavo pudo levantarse le acomodaron lo posible en el ciclomotor para trasladarle al centro sanitario más cercano. Por supuesto, la mascota de Carlitos estaba mal herida y debian llevarla de inmediato en busca de ayuda. Pepa propuso la idea de enganchar su carrito a la moto de tal forma que el chiquillo pudiera montar dentro sujetando a Toto entre sus brazos, le costo unos minutos llevarlo a cabo, pidió una cuerda a un vecino que miraba a través de su ventana sin inmutarse, frio como el hielo le prestó una vieja soga y lo único que dijo fue "de vuelta". Enseguida partieron hacia el hospital un cartero, un anciano y un chiquillo compartiendo una moto con un carrito de la compra atado.


En la puerta del Hospital "Virgen de las Nieves" dos celadores fumaban charlando y riendo a la vez que observaban la llegada del esperpéntico tranvía que a treinta kilómetros por hora se aproximaba. Al llegar a la entrada de urgencias el cartero gritaba exasperado ¡Auxilio! como si su propia sangre fuera la que manchaba la motocicleta. Traemos dos heridos, comentó Carlitos este señor y mi... Calla mocoso, no te preocupes que yo me encargo dijo Gustavo introduciendo el tierno animal bajo su roida camisa. Los dos celadores tiraron las colillas aún encendidas y salieron con dos sillas de ruedas. ¿Quién está herida? Iban diciendo al recorrer el tramo hacia la motocicleta. El señor Gustavo anda mal herido, le ha mordido un perro enorme y tenía la rabia... Atragantándose de palabras al intentar explicar lo ocurrido. Apenas se podía escuchar un sollozo del interior de la camisa del decrépito señor que cruzaba el dintel con los brazos colgando de la silla. Los celadores trasladaron al enfermo a toda velocidad y en muy poco tiempo se percataron que no eran heridas profundas. Gustavo cogió del brazo a un médico que iba relatando su estado físico como para sí mismo. Se puede acercar por favor, tengo un herido mucho más grave que yo y necesita una persona que se apiade de él. Por supuesto señor, para eso estamos aquí. Tenga, mostrando una bola sucia de pelo blanco con dos ojillos oscuros que apenas se abrían, es de mi nieto y no me perdonaría que le ocurriera algo. No puedo señor, no puedo hacer nada por este animalillo. Si no lo hace morirá, nadie sabrá que le sana, mírele, ¿No es una monada? Se lo suplico salve a este perrillo.


Cuando Gustavo pudo salir del hospital, ya con ropa limpia que su mujer Concha le había preparado, agarró suavemente la mano de su esposa y le dijo "ya podemos marchar tesoro" mientras pellizcaba con la otra mano el culo de una joven enfermera que se cruzaba en su camino. Carlitos esperaba con ansia tras un seto, cogido de la falda de Pepa, que había llegado exhausta del largo camino, no apartaba la mirada de la pareja de ancianos que se acercaban con paso tranquilo. Concha portaba un bolso marrón, casi como una maleta, del que sobresalía un bolita de lana. Carlitos metió las manos recogiendo a su pequeña mascota aún adormecida. Una lengua roja y brillante apenas sin energía sacudía el antebrazo del muchacho. Por fin marcharon con una suave sonrisa y los persistentes dolores de un anciano agotado. Pepa contaba para sí las explicaciones que ofrescería a su marido, había gastado el poco dinero de que disponía y lo que había comprado estaba esparramado por la calle. ¿Qué voy a hacer ahora?


A la mañana siguiente el doctor Joaquín Sofande recibió un sobre color crema remitido de los señores de Zarieta, extrajo el abrecartas de uno de los cajones y descubrió en su interior un talón de 10.000€ acompañado de una pequeña nota que decía: Usted se comportó extraordinariamente cuando solicité su auxilio para el pequeño Toto y no tengo más que agradecer su gesto con un humilde regalo. Un cordial saludo. Gustavo Zarieta.


Concha fregoteaba en la cocina aguardando la vuelta de su marido y cantando a la brillante luz veraniega que atravesaba la ventana, entretanto, unos pequeños golpes en el exterior de su puerta cautivaron su atención interrumpiendo la repetida sonata. ¿Quién es? Sin obtener respuesta se asomó a la mirilla y al no detectar figura alguna volvió a su tarea. De nuevo los golpecitos acallaron a la barítona y ya medio enfadada vociferó abriendo de par en par el portalón. Hola perrito, te has perdido, ¿Cómo andas por aquí? Parece que tienes hambre, pasa y te doy unas galletillas muy ricas. Acariciando el animal le llevó hasta la cocina obsequiándole con dulces golosinas. El sonido de llaves sorprendió a Concha intentando convencer al animal para que comiera más galletas. Mira Gustavo hoy tenemos visita. Los pies del anciano quedaron paralizados al contemplar la bella estirpe de un doberman con un robusto collar con la inscripción de "Roco".
 

3/4/11

Camila.


A mi madre.

Ella sabrá lo que hace en el baño tanto tiempo. A veces creo que pierde tardes enteras sonriéndo ante el espejo. Pone la música y se evade. Contempla sus bellos ojos tostados, su preciosa mirada y su melena encrespada. Siempre se queja de que no se gusta. El embarazo ejerce un halo de luz celestial y me absorbe dentro de él. La amo.

Cuando salga la abrazaré y la besaré hasta que las estrellas coronen nuestras cabezas. Sal por favor Camila. La puerta se entreabrió levemente mostrando ante mí una escena que nunca olvidaré. Mi hijo en sus brazos.


toni@guribundis.com

Revisado el 12 de Abril de 2012. @Guribundis.com

6/3/11

Kilómetros de pasión.



Para  Flores, por tus gratas charlas...  Una moto, un padre y un niño.


La noche caía cuando un faro despuntaba al final de la calle. Un motorista uniformado con un pañuelo rojo al cuello aparcó delante de la vieja casa. Manuel Ibáñez gobernaba una reluciente moto Yamaha recién estrenada con una sonrisa de oreja a oreja y se plantó frente a su porche. Junto a la barandilla aparcó, donde sus hijos contemplaban la maravillosa escena. Manuel tocó el estridente claxon un par de veces. Ramiro, vecino del número cuarenta y ocho, de un respingo interrumpió su habitual estado de letargo con la boca repleta de tacos. Imbécil tocate los...

Mario, el hijo menor de diez años, se abalanzó sobre su padre equipado con el casco de la bici y las rodilleras. Papá déjame montar. La motocicleta resoplaba a pocos metros reluciente. Su pasión era el mundo del motor, cómo su padre, su dormitorio se mantenía lleno de vehículos, piezas y artilugios de todos los tamaños.

Bajo el centenario álamo padre e hijo mantenían una ardiente disputa en la que la motocicleta estuvo a punto de derrumbarse para desastre de los dos. Nene esto no se toca. Ten cuidado con esto. ¡Me escuchas! Ni por asomo te quiero ver encima de esta belleza de dos ruedas.

Las protestas en forma de llanto no se hicieron esperar. La pataleta fue tan enérgica que el sueño del pobre Ramiro se suspendió de nuevo. La caja mágica de las palabrotas rellenó el silencio de la calle mostrando la parte del diccionario oculta a los más pequeños.

Marina Ibáñez, cuatro años mayor que su hermano, pasó inadvertida y se desvaneció como felino por el jardín hasta llegar a su objetivo, en pocos segundos sus manos alcanzaron el manillar de la moto y de un salto coronó la montura saliendo apresurada a golpe de acelerador. El rugido paralizó la pelea de padre e hijo. El bonito pelo largo y rubio se deslizaba a través del viento. Bajó el bordillo de la acera dándose un buen costalazo pero manteniendo el equilibrio. Con la mirada fija en el horizonte y los nervios de acero continuó la marcha hacia los cubos de basura que la aguardaban frente al número cuarenta y ocho de la calle. ¡Cuidado nena! Gritó el padre viendo lo inevitable. El freno de la moto evitó en todo momento que la niña lo alcanzara, un golpe tremendo no se hizo esperar. Un majestuoso vuelo surcando el florido jardín de Ramiro dio con los morros de la pequeña sobre el césped. La boca abierta del anciano vecino no encontraron improperios para nombrar y permaneció en silencio contemplando el fulgurante golpe.

Raudo se apresuró el muchacho a salvar a la moto. Su padre recorrió, con premura, los metros que le separaban de su hija que permanecía tirada en la hierba. A pocos metros de alcanzar a la niña se desplomó junto a la verja de Ramiro. No me lo puedo creer, será estúpido, incrédulo susurraba Ramiro. Con torpeza se incorporó abandonando su querido butacón, miró a la niña con ternura y calmando sus sollozos según se acercaba a socorrerla. El padre yacía con la mente en otro lugar estorbando el camino de Ramiro, se agachó y le despertó con un enérgico bofetón. Masca chapas despierta.

Mario intentaba levantar la pesada moto agarrándola por el tubo de escape quemándose la palma de la mano y gritando con toda la fuerza de sus pulmones.

Ayudó a Marina a incorporarse y la llevó a su casa donde su mujer se ocupó de sus heridas y del mal trago. Quédate con la chica que voy a por los otros dos. Los memos que aguarden despiertos o se las verán conmigo y salió de su casa cantando “Que bonitas son las motos, la carretera y tú mi amor...”

4/3/11

De entre las sábanas.

Con este amargor tan extraño me fui a la cama después de una tremenda cogorza, abrí los ojos y desnudo miré la tensión que entre las piernas sentía. Una suave mano emergió de entre las sabanas y acarició mi sexo suavemente. Unos ojos extraños se fijaron en los míos lascivamente. ¡Suéltame! ¡Tócate el tuyo cerdo! Continuó frotando y ahora miro el mundo de otro modo. Besos.

3/3/11

Siempre a tu lado.


Con este amargor tan extraño contuve la respiración y llevé la taza de té a mi boca. La infusión quemaba y mis labios se enrojecieron. Sonreí imaginando su cara al contemplar el regalo que había preparado, flores, una carta de amor y una preciosa sortija.


Entró gentil y espontánea, lo primero que hizo fue sentarse a mirar por la ventana, frente al tocador, como hacía siempre, y yo a su lado… Coge tu regalo cariño, toma mis palabras de amor, deseo casarme contigo.  No me escucha… No me oye… Sigo a su lado eternamente inadvertido, no me mira y no puedo tocarla.


 
 
 
 
 @2011 guribundis

17/2/11

Sin calcetines.

Por qué me mira así cuando la única prenda que llevo son los calcetines, con las manos en los ojos sale disparada a la habitación. No tengo ningún tomate, qué le ocurre, sólo me voy a duchar. Por qué abrirá la puerta sin llamar. Quítate los calcetines y entro. Ya puedes pasar. Desnuda se aproxima vistiendo mi piel con su piel, su boca con mi boca, su sexo con el mío.

Busca el rodillo.

Por qué me mira así, no la conozco. ¿Quién es? No deja de mirarme. Es atractiva, querrá conocerme. ¿Le gustaré? A por ella campeón. Disculpa, creo que eres una mujer interesante y me gustaría invitarte a un café o cualquier cosa que una maravilla como tú desee. Sólo te miraba porque hay una mujer en aquella esquina llamándote desesperada. Ah, una amiga. Consuela a tu amiga que viene colorada y con el rodillo del pan en las manos.

Dale con el queso.

Por qué me mira así cuando como queso, es divino, no puedo resistir la terrible tentación. Habrá queso donde siempre. Sí, cómo huele, debe ser muy cremoso, tiene una pinta estupenda… Miré hacia lo alto advertido por el soplo ligero de la ventilación del oscuro y largo túnel cuando encontré sus cristalinas pupilas clavadas en las mías, lo siguiente fueron sus colmillos insertados en mi cuello y su saliva escurriendo por mi pelo. Colgando de su boca navegué al cielo eterno de los ratones. Mi madre tenía razón, "cuidado con el queso".

16/2/11

Mártires de la luna.


Verte cómo ver el océano, admirarte mientras las olas doblegan tu cabello como juncos en la ribera. Ando solo, ando vivo por el tortuoso sendero que el momento despierta a pesar mío.

El sol irradia con fuerza mientras la luna con su ternura presenta tu dulce relieve bajo el manto suave de las estrellas.

Cojo tu mano con la suavidad de una pluma sin dejar de mirar tus adormecidos ojos, dejó caer tu rostro sobre mi pecho en el momento que la lluvia inicia su desplome.

Beso tu erizada piel rozando mis húmedos labios. Inmóvil esperas, inmóvil despiertas tu profundo aroma de pasión. Tu pierna sobre la mía, mi voz quebrada sobre tus oídos. Mi amor enredado en la locura de la ilusión y la realidad del efímero presente.

Continúa infinita con la luna, termina con el sol de la mañana. Su humilde amor cae entre torres de algodón y cobrizos estallidos de pasión.

10/2/11

Surcos de sangre.




Sudando a chorros, en una veraniega jornada de últimos de junio, cava los surcos eternos de su huerto. Su anciano cuerpo se esfuerza en la dura tarea de remover la tierra, su mente vuela entretanto a Argentina donde su hijo permanece desde hace ya mucho tiempo. Su memoria derrama la imagen de Miguel a golpes de azada, cuántas veces hablaría con él en el silencio del campo, en la plenitud del trabajo realizado. Otro de los recuerdos que fluyen es su hija, despechada aquel triste día que marchó gritando de la mano de su marido, a cada socavón un reproche nace. No escuchó las insistentes advertencias sobre el cruel de su reciente esposo, que por todos sabido, a mal lugar la condenaría. No era bueno para ella. Marcharon a Bilbao en busca de trabajo, en el pueblo no tendrían futuro decía airosa ella escuchando cada vez más lejana la voz de su padre.


A los pocos años del nacimiento de su nieta, la que no conocería nunca, la desgracia llegó. Una llamada telefónica apareció extraña, casi nunca llamaba nadie, una voz anónima susurró con delicadas expresiones la muerte de su hija. En pleno verano la tormenta descargó en una humilde casona de la sierra del Río Mundo. Isabel, ajusticiada, descansaba en el depósito de cadáveres, las manos atroces de su propia pareja acabaron con sus ilusiones. 


Retumbaban palabras de muerte en su cabeza, "su hija ha fallecido". El dolor brota sobre sus mejillas curtidas, sus piernas flojean como nunca lo habían hecho, con las manos se frota los lastimosos ojos. Su hija aparecía por el salón con la ternura en su rostro, corriendo, la cola de caballo volando tras su preciosa cara. Fue su amor hasta que marchó en manos del diablo, su pequeña voló perdida con quién no debía. Ahora, fría, a muchos kilómetros de distancia moría sin reconciliarse con los suyos.


Levanta el teléfono mirando el retrato de Isabel sobre la chimenea, ¿Por qué te has ido? Una hija nunca debe adelantar a su padre en llegar a la muerte. Nunca me has hecho caso. Nunca. Tu madre me advirtió de Tomé, enseguida supo como era y yo intenté impedir tu marcha. 


Miguel volvió de Argentina portando una maleta, una ausente nuera y dos hijas desconocidas  a las que besó con dulzura. El abuelo introdujo su mano en el bolsillo de su americana y extrajo unos caramelos de colores rescatados del bote de hojalata donde su mujer solía esconderlos de ojos ajenos. Caminaron hacia el hotel reservado desde tierras lejanas donde intentarían un descanso ante la jornada intensa que el día siguiente les ofrecería. Volverían a ver a Isabel, debían identificarla y despedirse de ella.


Germán coge el teléfono de la habitación y realiza una llamada de varios minutos. Miguel con suma extrañeza pregunta a su padre, ¿A quién llamas? No es habitual que realice llamadas, nunca ha llamado a Argentina, nunca, aunque se lo pidieras, siempre era reacio a tal esfuerzo, no le gustan los aparatos y menos las charlas a través de un cable de cobre.


Encienden el televisor antes de la cena y ya pueden comprobar cómo el rostro de Isabel deja de ser anónimo, su último episodio ya es público, cada detalle, cada herida de su cuerpo es comentada. Coloquios dedicados a la muerte de su pequeña llenan la víspera de su reencuentro.


Ya en la puerta del edificio gris de la morgue agarra a su hijo de la mano dándole un suave beso en la mejilla. Tranquilo papá si no aguantas nos salimos rápidamente. No hijo me gustaría hablar con ella y pedirla que me perdone, fallé y ella está tumbada por no saber llegar a su corazón, entremos.


Mientras el rostro magullado de Isabel es descubierto Germán pregunta la hora, si, son las once de la mañana señor. Perfecto, gracias. Una leve sonrisa asoma por los labios del anciano.


Una vez fuera, en el calle que cruza delante de ellos, observan a chiquillos juguetear en el parque bajo un hermoso olmo. Germán mira al cielo y abraza a Miguel. Ya podemos volver a casa. Pasaremos unos día contigo papá. Claro hijo, lo que queráis. 


La televisión del hotel vuelve a la carga con el asesinato de Isabel, en esta ocasión la noticia cambia de protagonista y los hechos son nuevos. "Esta mañana a la salida de la comisaría de Baracaldo el presunto asesino de Isabel Vázquez ha sido tiroteado cuando la policía le trasladaba al lugar de los hechos confirmando las pesquisas..."


Algunos días después de la marcha de Miguel a Argentina, Germán volvió a su sencilla casa en la sierra. Según posó su chaqueta en una vieja silla agarró una fuerte soga y lanzó uno de los extremos sobre la viga más robusta, colgada, a pocos centímetros de su cara, un rápido nudo corredizo terminó lo que el tiempo aún no había conseguido. El cuerpo de un anciano quedó inerte y solo.

23/1/11

Letras blancas sobre fondo verde.




Encogido sobre un sofá enorme, más parecía una prisión que un lugar para descansar, aparecía retorcido y adaptado a una incomodidad persistente. Gerónimo Sánchez, hundido entre dos reposabrazos que le llegaban prácticamente al cuello, detenía sus ojos en cualquier punto de la sala sin entender bien qué mirar.

De cuando en cuando la razón sobrevenía exultante y con ella la inquietud, la idea de evadirse, el recuerdo de su personalidad e intentaba la huida con sus perdidas fuerzas. Era tan efímero que apenas le permitía emprender camino conociendo cual era su destino. Cuando la enfermedad volvía sus facciones se relajaban, la palidez reinaba en su piel y hasta la voz se quebraba, entonces continuaba siendo aquel señor que trasladaron un día y del que poco conocían. En esos episodios de olvido no repetía más que el nombre de Miguel, a todas horas Miguel, apenas se imaginaba en ese lenguaje oscuro y a veces absurdo que sólo él entendiera.

Sus ojos fijos en el dintel que daba paso a la sala de comedor, siempre en el mismo lugar, donde las letras blancas sobre fondo verde anunciaban el lugar del esperado rancho al que su estómago también renunciaba. Sus dedos clavados en la tela agujereada del sillón formaba su sello particular, sus huellas digitales apuntalaban  su consciencia para no caer en aislado mundo de las tinieblas.

"Gerónimo no olvides a tu nieto, el ya no tiene a nadie, eres tú el único que puede hacer de él un hombre. No te rindas, sólo a ti te importa, a nadie más le interesa lo más mínimo lo que su futuro le depare. Todo el mundo es cruel, no permitas que se sienta solo. Eres su abuelo, tu hijo y tu nuera no están entre nosotros, el terrible accidente de coche dio al traste con nuestra pequeña familia".

Dori ayúdame, estoy encerrado en este cuerpo inútil del que no puedo desprenderme, sal de tu infierno para protegerme y no olvides a tu nieto, dile a nuestro Miguelito que me perdone, que no me guarde el odio que siempre he sembrado en él, que vuelva para ayudar a su hijo. He dejado solo a nuestro nieto Dori, me encuentro en este lugar y no se cómo buscarle. Le deje en casa con la merienda, le preparé un bocadillo de nocilla como le gusta y fui a buscar a Paco para que me ayudara a arreglar la puerta de la salita, si Dori quería cambiarla, se me cayó al quitarla, sabes que siempre ha rozado y en ese momento me encontraba con fuerzas para arreglar la casa para nuestro Miguel. Recuerdo buscar la casa de Paco sin fijarme en casi nada, llevo tantos años en el barrio que me lo sé de memoria. Hubo un momento en el que no reconocía la calle por donde mis pasos andaban, los árboles eran diferentes, las fachadas más oscuras, las personas con las me cruzaba auténticos desconocidos y no adivinaba dónde me encontraba. No se cuanto tiempo estuve por allí dando vueltas, cariño se me hizo de noche y yo sólo podía pensar en nuestro chiquillo, se había quedado en casa merendando y ya era de noche. Me estarían buscando pero desconocía todo a mi alrededor, no era mi calle, no era mi ciudad, no era mi mundo, no lo que yo conocía.

Los ojos escurridizos no atendían las reclamaciones de celadores que inútilmente le sacaban del agujero negro en el que se había convertido aquel sofá, le levantaban como una pluma, su peso no llegaba al de un niño, le zarandeaban casi con una sola mano. Empujaban la camilla con sus restos posados y le depositaban sobre la mullida cama. Al tiempo, en algún destello de luz su pesado caminar le devolvía a la entrada de la residencia en busca de aquel trono donde yacer, si tenía fuerzas intentaba la desesperada huida, sino, se olvidaba mirando el salón en el que la merienda recorre las mesas.

Tengo que encontrar a mi chiquillo, escribiré una carta en cuanto consiga un papel y un lapicero, tengo que recordar donde vívimos tantos años Dori, me tienes que decir en que lugar nos amamos y criamos a nuestros hijos, donde estará ahora nuestro nieto. Si no me ayudas no voy a conseguir decírselo a nadie para que le busquen y le den socorro. Tengo la cartilla del banco en el bolsillo, sé que es nuestra, está en mi bolsillo y tiene un montón de dinero. No recuerdo cómo gané tanto, tiene escrito 500.000 pts, seguro que ayudaría a Miguel a sobrevivir mientras encuentra trabajo, tendrá que trabajar, es un poco joven, ya tiene 14 años, debo ayudarle, ¡soy su abuelo!

Dame fuerzas, intento hablar con esta gente que me rodea pero no me entienden, mi boca no responde cuando quiero decir ésto que te cuento a ti cariño, mi cuerpo se ha negado a hacerme caso, mis piernas apenas caminan, mis manos tiemblan y mi alma esta rota por haber perdido a mi nieto antes de hacerse mayor, ves Dori ahora mi vejiga se está vaciando y estoy sentado en un sofá en medio de una gran sala. No veo a nadie por aquí a quien rogar ayuda pero tampoco puedo chillar para que alguien me escuche, lo único que hago es agarrarme con las manos porque en ocasiones veo un precipicio a mis pies y si me suelto caeré. Esperaré aquí, enseguida me verán, si me concentro en el cartel veo el rostro de Miguel, es en el único sitio en el que recuerdo la linda mirada de nuestro nieto, su sonrisa, la de su padre y tú con ellos. Yo no estoy, como toda la vida que hemos pasado juntos yo no estaba, las ocupaciones me alejaban de vosotros. Si aparto la mirada no le veo y no soporto haber dejado a mi chico en nuestra casa, solo. Dios, si existes, creo que es el momento de que hagas algo por mí, no nos abandones, no quiero que le desampares, hazlo por él, ayúdale y dame el destino que merezca. Señor, ¿Se encuentra bien?

La luz leve de una farola asomaba iluminando aquel hombre dejado en un sofá, una mesita hibernaba a sus pies con revistas de hacía algunos años. Una de las enfermeras de cierta edad intentaba alentar el ánimo de un hombre o lo que de él quedaba babeando como un chiquillo. De nuevo en su habitación, atado como prófugo, su cabeza rodaba entre las ideas de reencuentro con aquel niño olvidado en un rincón de su casa en algún lugar del pasado. Su cuerpo rígido se apartaba de las sugerencias de celadores y médicos, en ese instante un matrimonio joven se adentraba en la habitación. Buenas tardes, buscaba a Gerónimo Sánchez. Pasen, ésta es su habitación y este señor es Gerónimo. ¿Usted es? Soy Miguel Sánchez, su nieto. Hace mucho tiempo que no sabía de mi abuelo y por fin he podido localizarle, ¡abuelo ya estoy aquí!

Dori me ves, me estoy viendo, te das cuenta que soy más joven que nunca. ¿Dónde me encuentro? Seguro que he muerto y recorro mi vida, la mujer que me acompaña no eres tú mi amor. No soy yo, es Miguel, me está hablando. Es nuestro chico, mi nieto, ves cómo ha crecido, es todo un hombre, estarías orgullosa.

Las manos del abuelo se levantaban buscando la cara sorprendida de su nieto mientras la mejilla del niño ahora hombre lloraba. El dolor de observar el estado de aquella persona que en tiempos era robusto y capaz le recorría por todo su cuerpo. Medio moribundo yacía abordado por la edad y el olvido en una impoluta cama de un ajardinado templo de salud donde llevaba varios años.

Las manos firmes de Miguel abordaron las caderas y el cuello de su abuelo y de un tirón levantó sus carnes. Tapado por una manta salieron de aquel lugar en busca de aquel piso escondido en el cerebro de Gerónimo.

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