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18/7/11

Aviones lanzados desde las cumbres.

Me llamo... es igual, soy mujer y permanezco en el interior de la prisión de mi casa, en un lugar indeseable en un momento indeseable. Quiero imaginar que nací en Sevilla, España, hace veintidós años, sin embargo mi madre me trajo al mundo en el norte de Rumanía, en la falda de un monte cuya cara más escarpada se asoma al oeste, como un inmenso balcón. Subo con el rebaño de cabras con el buen tiempo y desde lo más alto miro el horizonte, imagino que alcanzo a contemplar Andalucía, sé que la alegría surca las calles y el día a día es un poco más fácil.

Albergo la existencia de mis cuatro hijos en mi corazón, cuando lloran me retuerzo de dolor y cuando Nicolás nos pega... muero. Me casaron muy joven, gracias a la dote mis hermanos marcharon y sé por bocas ajenas, que viven muy bien en España.

Junto a mi pecho, pegado a mí, Juan refunfuña, a veces llora, otras ríe y las más aguanta mirándome a los ojos. Con sólo seis meses ya sabe cuando debe rechistar. Desde primera hora le llevo en el capacho y casi hasta la noche aguanta sin una queja. Cuando me mira con su carita sonrosada y me da su sonrisa un diamante cae de mis ojos, una pena germina en la tierra.

Mis hijos son con los únicos que me permiten hablar, cuando no trabajo permanezco en casa con la tarea de esperar a Nicolás o la de satisfacer las obligaciones que sus padres imponen. Si tengo suerte y no viene malhumorado, y en demasiadas ocasiones bebido, puedo acostarme tranquila, bueno, hasta que me hace suya de amor o de odio.

Me gusta mucho el verano, subo a mi montaña, si puedo con mis cuatro niños y desde allí les muestro la tierra de la esperanza. El lugar dónde todos los días se come, dónde se respira libertad y dónde el futuro está en sus manos.

Llega la noche y la embriaguez se introduce en casa de sopetón, como en tantas ocasiones acompañando a mi marido, los niños se apartan con los movimientos clásicos, despacito y sin ser vistos. Las voces entran con él, su madre, como siempre da las órdenes y yo obedezco. Mi chico el mayor me ayuda sin que le vean, con nueve años recién cumplidos sostiene al pequeño en un rincón fuera de la vista de su padre. Todos mis hijos tienen nombres españoles aunque lo sabemos únicamente ellos y yo. A los otros dos los meto en la cama  en cuanto la noche incide en la puerta y si puedo les canto mientras estamos solos. Hoy toca follón, una bofetada me sonroja el rostro, otra bofetada cercena mi alma. Cuando termina de arremeter contra el mundo continúa conmigo y en el instante que su deseo aparece abro las piernas a su incapaz cuerpo.

Escribo cartas donde mis días vuelan en forma de avión que lanzo desde la cara oeste de mi montaña, estoy segura que alguno llegará a España antes de que yo misma acabe bajo el techo de esta casa. Espero que lleguen a las manos que un día jugaron con las mías no demasiado lejos.

Una mañana con mi chico colgado, otros dos en una mano y el mayor en la otra salí de la puerta donde la crueldad vivía y abandoné toda mi sometida existencia en busca de la incertidumbre que sólo las manos vacías otorgan. No volveré. En el camino bajo la cara oeste de la montaña pisé los aviones que tantas lágrimas cargaban y mantuve la mirada en el horizonte cantando alegres canciones a mis amores.



Cuando no me ve nadie escribo pequeñas cartas a mis hermanos, como no consienten que las pueda enviar realizo aviones voladores como Janni me enseñó y desde lo más alto de la montaña los lanzo.

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