Cookies

Si siguen navegando por este blog o permaneces en él damos por hecho que admites cookies, aunque debo decirte que no las utilizo, blogger lo mismo si y ya sabes...

16/5/11

No dispares.


¡Que maravilla! La luz del sol se reflejaba, pura, sobre las aguas del lago en el mismo centro de Barcelona. Agarrados de la mano la pareja perseguía a un numeroso grupo de turistas venidos de oriente que acalorados entraban en el majestuoso edificio.
Un niño gritaba deseperado junto a un perro que olisqueaba la basura tras la verja del recinto y uno de los vigilantes lo echa a patadas, no está bien visto mezclar la divinidad de Dios y una inmunda existencia.
Ezequiel no dejaba de disparar con su cámara fotográfica y Daniela con su cucurucho de pistachos, comprados a precio de oro, sonreía con gesto anodino como sumergida en la inopia. Disculpe señor dentro no puede utilizar el flash, gracias monsieur. El notable cuerpo de seguridad detectaba al instante la procedencia del visitante, en este caso Ezequiel era nativo de la Mancha.
Justo el centro del Santuario se detenían las incontables cabezas enfocadas hacia la gran techumbre que asombraba a propios y extraños, en la parte central una sábana escondía lo que podría ser un fresco al estilo de Miguel Ángel o posiblemente un juego de luces que los artificios de los decorados ventanales creaban para diversión de los espectadores que quedaban embobados metros abajo. Ezequiel, ni corto ni perezoso, a sabiendas de lo prohibido que era disparar su cámara fotográfica extrajo su teléfono móvil y creando la ficción de la llamada fortuita realizó varias fotografías a las que Daniela contestó ¡estoy guapa! Un ejército bien pertrechado del servicio de seguridad se abalanzó sobre el atrevido manchego formando una melé en la que Daniela era la guinda del pastel y coronaba la torre humana sin descuidar la imborrable sonrisa.
A los pocos minutos, el numeroso grupo de gafas con sombrero provenientes de más allá de tierras conocidas para un occidental conservador como Ezequiel, se encontraron solos repartidos por la celestiales columnas por toda la nave. Sin ser advertido el magnífico tapado blanco se desplomó, cayó al suelo haciendo desaparecer todos los individuos que en ese instante se encontraban fuera de la vigilancia de la seguridad del edificio, distraídos en un revolucionario oriundo del ardiente sur de España. En el suelo quedaron repartidas estilográficas y cámaras de fotos, alguna peineta de recuerdo y un par de dentaduras.
Aclaradas las disputas de Daniela con el sargento de la Policía Local en la que las acusaciones de tocamientos insanos se confirmaron como falsos, Ezequiel y su mujer pudieron contemplar la techumbre que era reservada para la inauguración de las principales personalidades políticas y económicas, los luminosos rayos de luz se difuminaron en el prisma octogonal colocado en el centro, del cual difuminaban colores en todas direcciones. Cegados por el evento rompieron a llorar y en un abrazo se juraron amor eterno. A sus pies los japoneses sonreían desde el suelo.


9/5/11

ALENDA. Colmillos sumergidos en el río Manzanares.

Otoño de 1801.

Sobre la ribera del río Manzanares los chavales corrían tras Rufo, un chucho que apareció en la barriada hace unos días y que había conquistado los corazones de Carlitos, Vicente, Damian y Alenda. Subían y bajaban por las cañadas armados con palos, lanzados uno tras otro dejaban exhausto a Rufo y de barro hasta la barriga.

    Los soldados franceses paseaban en parejas entre las ínfimas casas levantadas con el esfuerzo de todos los vecinos, en cada nueva venida al arrabal la ribera entera se disponía a preparar el nuevo hogar y juntos construían un nuevo emplazamiento. El éxodo de los pobres del campo había engendrado una austera clase servil en la ciudad donde el pillaje era la forma más común de supervivencia.

    Alenda volvió a casa con el estómago vacío, abuela tengo hambre, repetía tras las faldillas de Amalia que daba vueltas en la cocina sin detener sus tareas. Fabricaba jabón, cosía para los más pudientes que vivían más allá del río, cercanos a la plaza mayor donde subía y bajaba a diario. Preparaba la comida para Cristóbal y Zacarías que volverían de las caballerizas cuando el sol se escondiera. Alenda continuaba persiguiendo a su abuela sin ser escuchada. Salió sin llevarse bocado en busca de Damian, seguro que no le importaba acompañarla a la confitería “San Marcos”, ya habían estado allí una vez y habían conseguido un buen botín, una rosquilla. Su pequeña estatura facilitaba pasar desapercibida, esa cara dulce y sonrosada facilitaba el acceso a los mostradores inundados de caramelos, bizcochitos y jugosos panes recién hechos.


Don Gustavo sonreía a una bella dama acompañada por un oficial de poblado bigote y patillas largas con un largo sombrero oscuro postrado en la cintura. La pequeña inadvertida por los inquietos y diminutos ojillos del comerciante agarró uno de los panes más finos y lo introdujo bajo el manchado mandil que su abuela siempre la obligaba a llevar puesto. Damian no pudo contener el impulso de sustraer al vuelo los caramelos que bajo el mostrador se almacenaban. Una grave voz recorrió al espalda del muchacho y el terror se apoderó de sus piernas, corrieron llevándose a toda velocidad los enjutos cuerpecitos y desaparecieron tras la puerta. El oficial francés con paso firme se asomó tras los ladronzuelos y con el brazo levantado dio el alto, la calle era transitada por varias de las parejas de soldados que recorrían Madrid en defensa de la paz y el orden. No tardaron en ser detenidos por un soldado vigoroso de origen hispano que se hacia llamar Ernest y que en su pueblo natal, allá por Huesca, llamaban Ernesto. ¿Dónde vais? Preguntó el grandullón levantando los dos niños en el aire. Suélteme señor mi abuela me espera y le daré un buen susto sino vuelvo pronto. Damian no podía ni articular palabra, seguía siempre los pasos de Alenda sin tener el mismo arrojo. Otro soldado se acercó por la espalda de los chicos que se mantenían colgados de aquellos fuertes brazos, yacían como perchas, e incrustó la bayoneta por la espalda del niño que ya no sería hombre. Un sollozo despidió su existencia, como siempre hacía todo sin un ruido. La sangre goteaba suavemente por las piernas desnudas y Alenda impávida mantuvo la mirada en el rostro de su amigo.
Rufo apareció por una de las esquinas perseguido por Carlitos, de un extraordinario salto mordió el brazo velludo de Ernest forzándole a soltar a la chiquilla dándose un costalazo tremendo. Carlitos cogió su mano tirando de ella como si fuera una muñeca de trapo arrastrándola por el suelo. Varios soldados acudieron enérgicos a la persecución, dos ladronzuelos huyeron por el callejón de las espadas, así se le conocía a la calle que moría en la herrería de Don Baldomero. Se escondieron entre los herrajes revueltos de potros y caballos ante la mirada callada del viejo Baldomero, casi ciego el herrero trabajaba casi de oído. Al sótano, fue lo único que sus labios diluyeron, apenas imperceptible pero suficiente para los niños. Entraron en la bodega y se escondieron detrás de odres repletas de vino y sacos de trigo y centeno.

Dos soldados entraron sin mediar palabra y a patadas se enfrentaron a los pellejos desparramando todo lo que pillaban por el suelo. Carlitos y Alenda enterrados bajo las sacas de cereal eludieron las arremetidas y se mantuvieron varias horas ocultos. Anocheciendo, Baldomero les hizo salir por una portezuela que daba a una abrupta pocilga en la que unas criaturas sólo eran reconocidas por sus ojos despiertos y sus gruñidos estruendosos. Enterrando los pies en los orines salieron al exterior con una expresión de alivio dejando atrás el hedor, entre las estrechas callejuelas bajaron al río evitando miradas inquisitorias. A pesar de la gélida brisa se limpiaron las piernas y con una leve sonrisa se despidieron. Carlitos subía la ribera cuando vio el cuerpo de Rufo volando de la mano de un soldado. Rufo acabó arrastrado por las aguas que todo lo limpian.
Alenda llegó a casa, Amalia daba vueltas a la cocina sin descanso, llevaba en las manos un cuenco de jabón recién hecho. Miró a la pequeña sin inmutarse y con un mal gesto continuó la tarea. Tengo hambre, observó Alenda y siguió a su abuela. Apareció Cristóbal y ofreció una migaja de tocino y un trocito de pan a la pequeña, vete a la cama mi niña mañana te traeré leche fresca y un cuenco de aceite. Un beso en la frente de Alenda sumergió sus sueños en el calor de su madre.

Entradas populares

Mi lista de blogs