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31/10/10

El sombrero de pana.

        Para el viento, purificador de malos momentos.


Enciende las velas. Que buena era. Mira su rostro tan delicado. Ayudaba a todo el mundo. Repetían los mismos comentarios por todas las bocas en aquella sala encontradas. Invocan a lo más noble de la personalidad de una mujer ya entrada en años que yace en un ataúd ocre en aquel rincón. Un lugar oscuro y frío, nada acogedor.

Su foto colgaba de la pared coronando la habitación, sonreía, era el retrato de cuando ella tenía 39 años apostilló alguien en el tumulto que rodeaba el féretro. Llantos alborotados por los rincones. Qué maja era. En ocasiones se enrabietaba pero entregaba todas sus fuerzas por los demás. Las voces se agolpaban en el aire gélido queriendo llenar de calor lo que la muerte había congelado.

Entró un hombre de barba blanca, pausado y tranquilo. Se detuvo en la antesala al ver tanto bullicio donde esperaba desolación. Entre brunas espaldas asomó sus ojos y vio el cadáver. Es ella pensó, sí, está muy diferente pero sus labios son los mismos, su nariz es igual, parece dormida. Quiero a esta mujer desde hace más de veinte años. Me echó a patadas de su casa en una lluviosa mañana. Le dije que me trataba mal, que me olvidaba cuando le parecía. Soy imbécil, siempre fue así, ella nunca voló por amor conmigo.

El reloj continuaba su andadura inexorable mientras los visitantes al óbito iban desapareciendo. Uno de los sofás aparecía lleno de lágrimas, agarrados de la mano en soledad ante la pronunciada muerte. Serán sus nietos exhaló por sus labios el hombre vestido con sombrero de pana que de pie aguardaba el tiempo. No reconozco a nadie de sus parientes, pensaba a la vez que no dejaba de observar el pobre lugar que nos aguarda la muerte.

Casi todos ya estaban fuera, en la calle, por los pasillos, riendo como cuando salían del fútbol, los chistes aparecieron, a ella le abría gustado así. Las llamadas de atención se sucedieron ante la falta impune de respeto a los afligidos visitantes del fúnebre lugar.

Cerraban las puertas del sepulcro, andando muy lentamente tuvieron que salir del lado del ser querido al que lloraban. Nadie reconoció al extraño hombre que callado relataba palabras de amor mirando las preciosas manos que fallecidas descansaban.

Bajo una columna, en el soportal de entrada a la dorada cripta una sombra permanece sin dejar de mirar la puerta. Llora tranquilo el olvido de la mujer que hace ya tiempo amó y que ahora su despedida sí es definitiva. La única posible en la que su corazón descanse. Allí permaneció inmóvil hasta el momento que las cenizas desaparecieron. Una habitación abarrotada, una urna diminuta dónde sólo cabe una vida se esfumó delante de ojos distraídos...

En el puerto de Galata, Estambul, un abarrotado ferry atraca. Una bolsa colgada de la mano anciana de barba canosa se sienta en una terraza tomando una cerveza fría. Las cenizas descansan a sus pies esperando tomar el barco que les lleve a Eyup. Un paseo corto cómo el que realizaron ya hace muchos años, de la mano y sintiendo el viento sollozar en su cara. En la sagrada colina de Bahariye Cadessi vivirá en la eternidad un alma por fin tranquila. Un beso eterno extrajo los últimos suspiros del hombre vestido con sombrero de pana.

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