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18/11/09

Soy Guribundis

Su barba cobriza reflejaba el sol de agosto, sus ojos claros, brillantes, verdosos, perdidos en la luz miraban sin conseguir distinguir los detalles, apenas reconocía las figuras de su alrededor, su propio instinto le servía de guía. El lento paso de sus fatigados pies mostraba la dificultad de sobrellevar los más de 200 kilos que pesaba, el trascurrir de los años y el obstáculo de su incesante viaje marcaban la parsimonia de sus movimientos. Tenía las manos rugosas y gruesas, era un hombre fuerte, de cara simpática. Se apoyaba sobre dos bastones milenarios con las figuras talladas de sus antepasados, uno de los bastones era de caoba y el otro de roble, originarios de los países nórdicos. Llevaba puesto un gran abrigo negro, viejo, gastado y decorado con multitud de recuerdos de sus incesantes travesías. Botones en la solapa, una pluma de oca en el hombro, alguna insignia aquí y allá. Escudos de tela decoraban la majestuosa prenda. No se desprendía de él ni en invierno ni en verano. Pocos kilómetros separaban a Guribundis de un trágico incendio en la cuarta planta de un bloque de viviendas en Barcelona. Una sexagenaria señora, Marta, olvidó retirar la sartén del fuego antes de irse a dar su paseo diario. El piso ardió con rapidez, todos los recuerdos, toda una vida quedó reducida a cenizas sin que nadie llegara a tiempo para evitarlo. La sorprendida anciana no pudo contener las lágrimas al ver el humo brotar por las ventanas de su vivienda. Gritos de dolor suplicaban al destino, no tenía más que lo puesto, sola y sin hogar fue acogida en un albergue municipal.

Llegó la noche, el barrio de la desdichada Marta recobró la tranquilidad después de una tarde de nervios y expectación. La negra fachada mostraba la prueba de la tragedia con la que la anciana había tropezado. Unos pasos silenciosos pasaron delante del edificio incendiado, nadie a su alrededor, el silencio por compañía. La figura vestida de abrigo detuvo su caminar por un momento. Alzó los brazos en cruz y las gruesas mangas comenzaron a moverse, como una vibración que poco a poco iba cogiendo energía y velocidad, en segundos unas esferas amarillas del tamaño de pelotas de ping pong salieron estrepitosamente en dirección al piso abrasado. Se colaban por cualquier hueco, por cualquier abertura, deformaban su tamaño y se introdujeron en la vivienda de Marta. Según avanzaban, las extrañas esferas, adquirían el color del terreno tocado, absorbían el hollín, se comían el desastre. Miles de bolas llenaron el piso abrasado y en unos minutos volvieron a refugiarse en las mangas del gran abrigo de Guribundis. De nuevo en marcha los dos milenarios bastones desaparacieron del lugar lentamente.

A la mañana siguiente la desdichada Marta quiso ver los restos de su desastre, las huellas del fuego, los restos del incendio de su casa. Subió las escaleras de su portal con el peso de la impotencia en sus hombros y cuando asomó a su rellano apenas podía pasar por su puerta. Vecinos y curiosos se agolpaban, perplejos, asombrados por una luz ligeramente ámbar que emergía del dintel de su casa. Estupefacta asomó la nariz, los ojos le brillaban de alegría, todos sus pequeños tesoros hogareños estaban intactos, todo parecía resplandecer, todo permanecía sin un rastro de las llamas sufridas hacía pocas horas, ni una rotura, ni un desperfecto. Recorrió su piso como el primer día. La boca de Marta no se cerró en varias horas sin poder creer lo que veía. Los pies de Guribundis llegaron a un parque a las afueras de la ciudad, un terreno desolado y yermo. Su uso, con los años, era casi exclusivamente destinado a la acumulación de basuras y desechos. Un gran árbol con una sombra espesa fue el lugar escogido por el gordo viajero para su descanso. Se tumbó despacio y apoyo la cabeza en busca de un sueñecito. El abrigo del durmiente comenzó a vibrar, las oscilaciones cada vez más efusivas dieron paso a una escapada de numerosas y esponjosas pelotas amarillas que salían por cualquier pliegue del enorme abrigo. Miles de bolas recorrían todos los rincones del abandonado lugar. El cuerpo del gordo viajero se convirtió en un delgado y esmirriado personaje que a pesar de la agitación no despertaba. Unos minutos bastaron para renovar el paisaje que rodeaba a Guribundis. La vegetación exultante brotaba, se empezaron a escuchar los pájaros, árboles altísimos asomaban en pocos segundos. Un sin fin de animales rodearon al viejo Guribundis, los tocaba y sentía su felicidad, ellos se frotaban, lamían y se tumbaban junto a él. Las bolitas amarillas volvieron al refugio del abrigo dejando un edén donde solo había desolación. Vuelta a emprender la marcha dijo adiós a sus agradecidos amigos y puso rumbo al sur.

El caminar cansado de Guribundis se aproximó a una playa solitaria, distaba pocos kilómetros de una pequeña aldea. Dejó sus pies descalzos para tocar y sentir las aguas tranquilas del Mediterráneo. Abrió sus brazos en cruz, cerró los ojos y respiró profundamente, sensaciones de plenitud llenaron su voluminoso cuerpo, una sonrisa floreció en su cara. Advirtió la presencia de una chiquilla que se acercaba, la muchacha era invidente y se dirigía a la playa por el camino que ya conocía de memoria. Se quitó las zapatillas y subió los pantalones por encima de las rodillas. Introdujo los pies en la fría agua, se agacho y se mojo la cara. La chiquilla escucho acercarse a Guribundis y le dijo sorprendida: - ¿Quién esta ahí? - Voy de paso pequeña, me dolían los pies y he pensado descansar refrescándome en este lugar tan bonito. - Seguro que lo es, nunca lo he visto pero intuyo que es maravilloso. - ¿Quieres ver el mar conmigo? - Me gustaría mucho. - Coge mi mano, aprieta fuerte y cierra los ojitos.

Una luz ámbar surgió alrededor de las manos entrelazadas y de los ojos de la pequeña muchacha. A su vez miles de esferas amarillas se lanzaron a las aguas marinas, agitaban la superficie marina como si el agua estuviera hirviendo. Repoblaron el fondo marino varios kilómetros alrededor de los dos únicos espectadores, descontaminaron las aguas de toda la zona y la vida marina explotó obsequiando con un entorno natural único, peces de todo tipo aparecieron, rodearon los pies de Guribundis y de la pequeña que no podía dejar de mirarlo todo.

Guribundis soltó la mano de la niña y le dijo mira el mar, mira la luz reflejada en sus aguas. La aleta de una ballena asomaba en el horizonte y de pronto el mamífero marino se elevó a gran altitud pese a su gran tamaño y fue visible un instante, el enorme chapoteo del agua sobrecogió a la pequeña. El viejo levanto el brazo, sonrió y dijo ese es Jolae, se alegra de conocerte, nos manda saludos. Gracias señor, muchas gracias por darme la claridad del día, puedo darte un beso, bajo la mejilla a la altura de la pequeña con mucho trabajo y se miraron a los ojos, brotó una lágrima en el viejo rostro del gran viajero, tengo que irme se me hace tarde. Las bolas mágicas se metieron en su refugio y los bastones milenarios continuaron su incesante marcha. La niña volvió a su aldea, era una visión nueva y apasionante, sus manos volvieron a encontrar su casa como hacían siempre. Palpando encontró a su madre, como acostumbraba, elevó la mirada y apreció los preciosos ojos oscuros de su madre. Un tierno beso unió sus rostros y le dijo mamá eres preciosa. La playa quedó desierta, fresca, salvaje y viva.

1 comentario:

  1. Hola,

    Me gusta la historia de Guribundis y las bolas que lo arreglan todo y me ha gustado que, también, salga Jolae.

    Te pongo un link en mi blog.

    Saludos

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