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23/8/10

El roble centenario.

Unai llegaba a casa tras un fatigoso día de trabajo, en la cara mostraba su desgana y apatía. Tocó la puerta que blindaba su morada, esperaba encontrar la mujer que quería tanto y vivía con él hacía dos años. María estaría entre sus paredes, le cogería la mano, besaría su mejilla, brotarían cariñosas palabras en las que escondería su desazón. Sólo su imagen provocaba espontáneas sonrisas en su corazón. La amaba.

Introdujo la llave en la cerradura para dar paso al suave sonido de bisagras, adelantó sus pasos en busca de la mágica belleza de María. El salón aparecía desierto, la televisión encendida era el único extraño ser que de alguna manera le daba la bienvenida. Apagó el sórdido aparato, soltó el maletín que volvía a casa repleto de trabajo extra, aflojó ligeramente la corbata y miró por la ventana divisando un centenario roble. Soltó suavemente las cortinas que apenas evitaban que los últimos rayos del sol le iluminaran la cara. Fue a la alcoba atravesando el largo pasillo que iba de una punta a otra de la casa, en el trayecto contemplaba las fotografías que inundaban las paredes. Sentado en la cama se sentía contrariado, se sentía disgustado por no cobijarse en el vientre de María, por no besar su piel y oler su peculiar aroma que le estremecía tanto. Vio una nota doblada en la mesita, leyó solamente “TQM”, a veces recibía estas letras escritas desde el corazón de su compañera, “te quiero mucho”, solía decirle en múltiples mensajes, rió.

Tumbado esperó, estaba cansado y pensó que sería buena idea, así esta noche podrían hacer el amor, podrían vivir otro nuevo momento de pasión compartida. Disfrutarían de horas de caricias y palabras sueltas dedicadas a sus sentimientos, a su alegría por estar uno dentro del otro. Agarraría su cuello con firmeza y ternura mientras sus lenguas se ataran en un beso infinito del cual no escaparían y del cual fallecerían.

Dormido quedó durante varias horas hasta que el timbre le despertó, de un salto se puso en pie y salió corriendo hasta la puerta. Al abrir sólo observó la cara de su vecina que le pedía disculpas por molestarle pero que si fuera tan amable le diera un poco de sal. Quieto se quedó mirándola y en su cerebro la mujer fue convirtiéndose en un pequeño diablo rojo, ardiente, con un pequeño tridente en la mano y con la lengua muy larga, extremadamente larga. Pestañeó y dudó qué era lo que quería aquella anciana. “Si, si, ahora mismo te la doy”. Despachó la interrupción lo más rápido que pudo, lo último que quería era entretenerse con nadie.

Había anochecido, era muy extraño que a estas horas no hubiera vuelto María. Cogió el teléfono y marcó su número, no hubo respuesta. Se asomó a la ventana donde el viejo roble presidía la plaza, entre sus ramas podía ver pequeños ángeles, algunos con arpas en las manos, otros con coronas de laurel decorando sus cabezas y en lo más alto del roble estaba María. Se frotó los ojos repentinamente, su mujer se movía desnuda entre las gruesas ramas del árbol. “No puede ser”, decía mientras veía el hermoso cuerpo como se tumbaba en la rama más alta y ancha del árbol. Los ángeles volaban a su alrededor mientras ella extendía sus brazos llamándole. El sonido del teléfono se acercaba a sus oídos pero sus ojos no perdían detalle de lo que ocurría afuera. Estirando el brazo cogió el auricular pesadamente.

Si.
Hola hijo.
Hola mamá.
¿Cómo estás corazón?. Quiero que vengas a verme, ¿has oído?. No puedes estar solo en estos días. Yo también la quería mucho hijo. Era una hija para mí. La vida sigue mi amor, me escuchas. ¿Hijo?.
Si.
Me tienes preocupada y tu padre y yo queremos verte un poco más...

Abandona el teléfono soltándolo en el aire, tira de las cortinas y abre la ventana oliendo el aroma que fluye de su mujer, aquél que la distingue. María continúa llamando con palabras silentes, ella espera tendida cuando con un movimiento de su mano izquierda ordena a los ángeles que vayan en busca de su amado. Manos infantiles elevan el cuerpo inmóvil del vecino de la cuarta planta, cruzan unos metros vaporosos, livianos, sumergidos en una pequeña nube que le transporta al lado junto a María.

Se abrazan en el centenario árbol, besos comienzan a brotar, jardines repletos de flores regados por cristalinos ríos abordan sus sentidos.

Todo el árbol brilla con la luz tenue de la luna, los ángeles desaparecen dejándoles solos en la inmensidad de la noche, sólo envidiados por las estrellas. Una figura humana eminentemente grande aparece sentada y con la espalda apoyada en el grueso tronco frente a ellos. El hombre extiende las palmas de sus manos con los ojos cerrados, su barba le cubre el pecho y su pelo oculta sus hombros desnudos. “Hijos míos os ruego que volváis conmigo al paraíso terrenal, es vuestra casa igual que la mía. Habéis conseguido el amor pleno y ya estáis preparados para avanzar en vuestra existencia, si estáis dispuestos asentir”. Se miraron tiernamente y al unísono asintieron, abrazados y unidos por su sexo. Una cuerda luminosa emergió a su alrededor atándoles fuertemente a la rama, ya no sentían dolor, ya no reconocían la tristeza y la soledad. La divina mordaza les cubrió por completo, no temían nada, la plenitud desbordó sus inmateriales cuerpos. En pocos segundos la crisálida se desmoronó en pequeños trozos otorgando sus caras a los fuertes rayos del sol.

Miles de cuerpos translúcidos recorrían las verdes llanuras, agarrados por las manos con el gesto tranquilo dirigiéndose hacía un pequeño monte. Desde la lejanía se contemplaban brillos intermitentes, sabían que debían dirigirse allí.

Les llegó el turno, se encontraron con una figura ya conocida para ellos, un hombre desnudo y con el pelo cubriendo sus hombros. Sin decir palabra cogió sus manos y la luz ámbar rodeó sus cuerpos iluminando el valle. Sus etéreos cuerpos se fusionaron en uno adquiriendo los rasgos de la divina figura que les sujetaba. Seguían camino como un único ser, una figura desgarbada y apacible caminando con parsimonia en busca de un lugar donde sentarse. Millones de seres semejantes sentados en el suelo poblaban la floreada pradera, en trance aguardaban rodeados por un ligero manto de luz. Se acomodó y los sueños se sucedieron, soñaron con sus seres queridos, con el mundo terrenal que ahora debían cuidar.

Esa misma noche, en el velatorio donde el cuerpo mortal de Unai yacía inerte, su madre agotada de lágrimas respiraba profundamente. Los recuerdos de su hijo se sucedían, las imágenes llenaban las córneas de los ojos cansados de una madre abandonada. La colosal mano de un titánico hombre se acercó a su mejilla acariciándola. Un reconfortante sentimiento de paz inundó su cuerpo. -Tranquila madre, no sufras, soy dichoso con María, volvemos a estar juntos y ahora ya para siempre, te veo cada segundo, tú tampoco estás sola-.

Abrió su mano y encontró en ella una pequeña nota donde pudo leer “TQM”.

2/8/10

Por las balas.

Agotado me senté frente a la cristalera de un colorido establecimiento de moda. Me asomé con curiosidad, agarré el tirador de la puerta para entrar cuando una fuerza del interior me lanzó a los pies de un individuo con un revólver en la mano. Déjame marchar, supliqué, yo no quería estar allí, fue un accidente. Un hombre vestido de DHL sonreía callado. Otro también cubierto de rojo y amarillo revisaba la caja manteniendo agarrada por el cuello a una mujer joven, preciosa, que lloriqueaba sin apenas emitir un sollozo. Ella me miraba aterrada.

-¡No hay dinero!- fue el único sonido que rompió la turbada quietud del establecimiento donde por error me encontraba. Una potente bofetada mando al suelo a la joven dependienta. La suela del zapato del hombre que me vigilaba se clavó en mi garganta, me hacía mucho daño pero no fui capaz de rebelarme. -Ahora vas a pagar por no darme dinero-, amenazó el irritado atracador echándose encima de la guapa dependienta. Levantó la falda y cubrió los ojos de su sometida amante quitándose los pantalones y dejando el arma en el suelo fuera del alcance de la preciosa mujer, en el pasillo de la trastienda. El silencio se rompió dando paso a continuadas palabras vejatorias por parte de nuestros captores. En el olvido de la violación apareció una niña de unos tres o cuatro años, sujetaba en alto el revólver abandonado disparando certeramente sobre el hombre que dañaba a su madre. Siguió caminado, fría y con los ojos desorbitados volvió a disparar, una y otra vez hasta acabar con todas las balas.

Ahora, después de muchos años, mutilado y con una dolorosa vejez que me hace recordar cada herida, perdono a la chiquilla que defendió a su madre aquélla mañana.

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