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3/11/10

Gajos de limón en la piedra tallada.



El paseo por la ciudad de Ávila componía la ocupación diaria de José María y su nieto, cogidos de la mano circundaban la robusta muralla medieval. En invierno saboreaban la gélida brisa que apuntaba desde el norte. En verano disfrutaban del brillo del sol entre las pretéritas rocas, sentados, absorbiendo el calor en su piel muy de mañana.

Marín acribillaba a su abuelo con las preguntas más ocurrentes y éste con mucha imaginación conformaba las historias más extrañas. Una mancha negruzca grabada en el tiempo llamó la atención del pequeño a la vez que el vuelo de un grupo de palomas descansaba sobre uno de los torreones, en la misma esquina del parque de San Vicente. ¿Qué es eso? Señalaba raudo el zagal con el dedo índice como lanza. ¿No te parece curiosa la oscura silueta? Preguntaba José María aliviándose los ojos cansados mientras sujetaba a su nieto con cariño. Se sentaron cerca de la enigmática marca. Dispuestos para merendar frente a la altiva pared sacaron una manzana y una pera, un pañuelo y la navaja que acompañaba las ancianas manos desde sus años de emigrante en Alemania hace más de treinta años.

Te voy a contar la leyenda que originó esa triste mácula en el torso de la pared. Escucha con atención mi chico, es una historia real, un tanto triste pero deseo que te guste. Hace más de seiscientos años en ese torreón que nos da sombra vivía, cautiva de su propio padre, una de las hijas de la familia Aranda. Enclaustrada por ser objeto de dos amores, uno de Miguel, hijo del marqués de Piedrahita, al que la muchacha deseaba con locura y otro, sumiso, penitente, por proteger la honra de su noble familia. Entonces era muy importante el orgullo y la casta, el linaje marcaba los enlaces matrimoniales, negocios de familia al que los jóvenes se sometían. Al caso, eran años de necesidad en la comarca, los asaltantes se multiplicaban como plagas, los caminos eran muy inseguros. Muchas familias tuvieron que huir y abandonar sus tierras salvando sus vidas y protegiendo a sus hijos de la ira de sus propios vecinos desposeídos de sus propias tierras. Luz, encerrada en el torreón, amaba a Miguel tanto que su padre tuvo que encadenar al dintel de la medianera. ¿Ves allí ese trozo de cadena? Todavía hoy se conservan restos colgando en el muro. Cuando la decisión de vivir protegidos tras la muralla llegó dos jóvenes enmudecieron de dolor y sus almas se desgajaron como se parte un limón.

Muy a menudo Miguel aparecía a los pies del talud, necesitaba ver el rostro pálido de Luz, la mujer de la que bebía amor, por la que suspiraba, por el beso perdido que no hace mucho sus labios tocaron. Él no podía dejar sus campos, ella no podía escapar de su claustro. Abnegado a la providencia la razón le fustigaba y el corazón le quemaba.

Sueños placenteros acudían en los exiliados días que se sucedían en lo alto de la muralla, sus noches aclamaban el nombre de su amante entre dientes. La locura brotaba en los fríos amaneceres, el odio a su padre apareció de tal forma que no podía mirarle a la cara, no comprendía el porqué de su castigo. ¡Papá es amor, dejadme ir en su busca! Gritaba mirando a la pared cuando los pasos de su carcelero se aproximaban. ¡Es por tu bien! Es la única frase que obtenía en cada visita.

El marqués de Piedrahita abordó de nuevo viaje a la lejana mazmorra de los Aranda, siempre era un viaje solitario, en ocasiones había compartido sus andaduras con su amigo Alberto Alenza. En esta ocasión se despidió de él a la entrada de Villafranca. Prosiguió solo su camino. Su paso por el puerto de Villatoro fue rápido, era uno de los puntos claves para bandidos y asesinos. Su mejor caballo volaba sobre los senderos desiertos de la noche, tras la larga bajada del monte se aproximaron antorchas de entre los árboles. Corrieron con todas sus fuerzas, caballo y jinete conocían el riesgo y no podían fallar en su fuga, muchas persecuciones sufridas por estas tierras y hasta ahora salvadas. La sangre del animal fluía con tanta fuerza que Miguel sentía el calor de su montura, como tantas otras veces le había montado desnudo, en contacto directo con su piel, con su cálido manto de vida. Varias llamas irrumpieron en el camino intentando detener su viaje. Agarrado a las riendas gritaba poseído, hablaba a su caballo con vocablos perdidos, erguido, apretó las piernas, liberó la voluntad del animal que sujetaba entre sus manos. Alaridos forzaban el galopar, espantaban pájaros abandonados en sueños profundos. Alzó los brazos en cruz, implorando al cielo, el pelo ondeaba sobre el viento, el sudor extenuado se desprendía de la rauda figura.

Una bandada de cuervos despuntó de la oscuridad, se posicionaron delante de la montura, volando parapetados graznaban coléricos. Entre gritos el bosque despertó y los lados del sendero se coparon de vigilantes seres vivos. El ataque de los cuervos fue certero a los rostros cubiertos de los asaltantes. Ojos extraídos de sus órbitas, y profundas heridas ensangrentaron el camino. La huida continuó. A pocos kilómetros hicieron un alto para respirar y desconfiados miraron hacia atrás sin mucha confianza. La luna ya alzada sobre el monte iluminaba el valle. -Mira la silueta de Luz impresa en la cara de la luna- Hablaba con su cabalgadura a la vez que el ruido del galopar de varios corceles irrumpió en la distancia. Iniciaron la carrera de nuevo casi sin aliento. Quedaba bien poco para llegar a Ávila, si conseguían entrar en la ciudad estarían salvados.

Una carrera de fondo llegó a las inmediaciones de la muralla. Al llegar a la vasta puerta gritó y gritó sin advertir respuesta alguna. Sus perseguidores se aproximaban certeros. Provisto de una daga emprendió la escalada por el muro bajo la almena dorada, el habitáculo donde una preciosa mujer vivía días de cautiverio. Un hombre ágil encaramado entre toscas grietas trepaba dejando el abismo bajo sus pies. Flechas silbaban a su alrededor, sin pensar en los salteadores repetía el nombre de Luz. Los ojos temerosos de una mujer atrapada por los oxidados grilletes paternos se asomaron. Los lamentos se repitieron, la desesperanza nublo los sentidos de una muchacha que veía como su hombre trepaba hacia ella. Se descolgó por el muro aprovechando las cadenas que la aprehendían. Al llegar a la altura de Miguel una de las flechas se introdujo en uno de sus glúteos, otra en un costado. Se abrazaron bajo la lluvia incesante de flechas. Tirando de la cadena los poderosos brazos de El Marqués de Piedrahita escalaron la muralla con los brazos de su amante prendidos del cuello. Coronaron la cima en extensos segundos, el cuerpo mal herido de Luz regaló su última caricia, ofreció su último beso en lo alto del brillo de la luna que asomaba tímida encendiendo los labios amantes. Una alabarda llegó instantánea al pecho de Miguel. Los dos, moribundos, cayeron sobre el paredón, agarrados, íntimos, perdidos en las tinieblas de la muerte. La sangre de sus corazones brotó empapando la gélida piedra fluyendo hasta las monturas de sus asesinos.
Una flor de cala roja asomó a la vida empapada de dolor. El florecimiento de calas rojas se extendió por los bordes amurallados. Una flecha en llamas alcanzó los cuerpos inertes moviéndose pendularmente sobre las caras asesinas que los ejecutaron.

Cariño mío, dicen que sus cuerpos permanecen pegados a la piedra y por eso la mancha no desaparece. “Quiere tanto que el amor no desparezca de tu existencia”. Es lo que nos mantiene eternos dentro de tus seres queridos, nunca mueres permaneces para siempre.

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