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11/4/11

Bolas de lana entre los dientes.




Soplaba el viento del Sur, en Granada, abrasando a su marcha el septuagenario aliento de Gustavo que bajo las ramas secas de un chopo se desvanecía. Su rostro aguardaba inerte a una ayuda que nadie atendía.

Paseando por unos marchitos jardines el pequeño Carlos y su lanudo caniche jugueteaban por una herrumbrada barandilla verde con angostos bordes. Saltaba con las coloridas zapatillas nuevas que el tío Federico le había regalado y mientras tiraba piedras canturreaba a Toto. Sube la barra y la baja, baja y vuelve a subir... un descuidado tropezón y la lámina metálica se clava en sus rodillas propiciando un estallido tremebundo. A pesar de los gritos el sopor hizo sordos varios kilómetros a la redonda. Toto huyó presuroso dejando atrás al sollozante muchacho, como sin querer sentir el suplicio emigró calle arriba hasta toparse con el cuerpo indolente de un anciano bajo el sol que un chopo agonizante no evitaba. Como fiera sangrienta clavó sus finísimos colmillos en los pasivos tobillos del anciano yaciente provocando una ínfima hemorragia.

Las nubes comenzaron a cubrir tímidamente el límpido cielo azul mientras el llanto de Carlos continuaba a la vez que frotaba sus rodillas como si quisieras borrarlas. Agachado ofrecía el culo a la tormenta que continuaba cubriendo la ciudad. Pepa, una oronda mujer que subía por la avenida de vuelta del mercado, caminaba con un carrito medio vacío porque decía que su Pepe le daba lo justo para neutralizar su impetuoso materialismo, se aproximó para auxiliar el escozor del pequeño con la dulce voz que la naturaleza le había obsequiado, siempre decía que la canción hacía maravillas con el dolor, bien lo sabía ella, su Pepe olvidaba a veces volver por las noches, a veces olvidaba que era su mujer, olvidaba que era final de mes, olvidaba sin más.

La lluvia apareció llamada por la tonadilla de una mujer entregada a su voz y al unísono erradicaron el sufrimiento de Carlitos permitiéndole salir corriendo a buscar refugio dejando a la intemperie un carrito y una mujer. El chaparrón empapó en segundos a un inmóvil anciano que espabiló raudo, a Pepa que su velocidad carrito en mano no superaba la de "seguro que te mojas" y un niño que casi evita el chaparrón de no ser porque su refugio fue bañado por un imponente camión de riego que en ese momento aprovechaba para lavar las aceras. Los pantalones y las estrenadas zapatillas se coparon de barro y agua sucia dejando la silueta de Carlos impresa en la pared.

Gustavo ya despabilado observó sus doloridos tobillos, su ropa empapada y un caniche con la lengua jadeante sentado frente a él. Con una mano buscó una boina incrustada en su propia calva y con la otra frotaba sus lumbares. ¡Qué costalazo me he dado!

Un enorme y vigoroso doberman se acercó a Carlitos que, como una estatua, contuvo la respiración. Enseguida el olor de Toto alcanzó el hocico del animal erizándosele todo el lomo. Los ladridos provocaron en el chaval el llanto cerrando los ojos por el temor a la bestia. El amenazante doberman emprendió carrera en busca del poseedor del aroma canino recién grabado en el área más salvaje de su cerebro y que había detectado no estaba demasiado lejos, a unos cuantos metros de allí. Los dos animales se toparon de golpe, sin poder remediarlo el cuello del lanudo caniche penetró entre los enfadados molares de Roco, nombre que relucía en un collar de pinchos que protegía a la cándida fiera. Gustavo pudo incorporarse observando el panorama e intento ahuyentar al doberman, lo único que consiguió fue que se abalanzara sobre él y le derribara. El anciano daba gracias porque el pequeño caniche continuaba mostrando vida e intentaba zafarse de las fauces.

Cesaba la lluvia paulatinamente mientras Carlitos viajaba en el carro de la compra que asemejaba a una improvisada piscina. Pepa tiraba del chiquillo, empapada de arriba a abajo recorrían la interminable avenida buscando al indefenso Toto. En poco tiempo adivinaron un doberman con una nívea bola de lana colgando de su boca, al que un señor mayor sujetaba del collar desde el suelo. ¡Ése es mi perro! Se aproximaron a la velocidad que las piernas de la madura señora permitían y sin pensarlo dos veces saco unos puerros de entre las pocas pertenencias que flotaban junto a los pies del chiquillo y con ellos en la mano, gritando como valeroso guerrero, atacó a la alimaña negra machacando las verduras contra su testa. Carlitos aprovechó para agarrar a su malherida mascota que gemía, tiro con una mano mientras sujetaba las robustas fauces con la otra. El can no pudo más que evitar los golpes y apartarse centrándose ahora en Gustavo que se retorcía de dolor en el suelo. Se lió a bocados con su camisa, sus pantalones, un mordisco por aquí y por allá, las manchas de sangre se iban sucediendo. Enérgicamente Pepa lanzó, certera, una patata al cogote del doberman y consiguió que Roco huyera chillando como chihuahua colérico. 


El desapacible temporal aminoraba su intensidad y permitía un respiro a Doña Pepa y Carlitos que llegaron como una sopa a ver el estado en el que se encontraba Gustavo. Un cartero montando una vieja motocicleta se acercó al contemplar al anciano sentado en el suelo, preguntó por lo ocurrido y tan pronto como Gustavo pudo levantarse le acomodaron lo posible en el ciclomotor para trasladarle al centro sanitario más cercano. Por supuesto, la mascota de Carlitos estaba mal herida y debian llevarla de inmediato en busca de ayuda. Pepa propuso la idea de enganchar su carrito a la moto de tal forma que el chiquillo pudiera montar dentro sujetando a Toto entre sus brazos, le costo unos minutos llevarlo a cabo, pidió una cuerda a un vecino que miraba a través de su ventana sin inmutarse, frio como el hielo le prestó una vieja soga y lo único que dijo fue "de vuelta". Enseguida partieron hacia el hospital un cartero, un anciano y un chiquillo compartiendo una moto con un carrito de la compra atado.


En la puerta del Hospital "Virgen de las Nieves" dos celadores fumaban charlando y riendo a la vez que observaban la llegada del esperpéntico tranvía que a treinta kilómetros por hora se aproximaba. Al llegar a la entrada de urgencias el cartero gritaba exasperado ¡Auxilio! como si su propia sangre fuera la que manchaba la motocicleta. Traemos dos heridos, comentó Carlitos este señor y mi... Calla mocoso, no te preocupes que yo me encargo dijo Gustavo introduciendo el tierno animal bajo su roida camisa. Los dos celadores tiraron las colillas aún encendidas y salieron con dos sillas de ruedas. ¿Quién está herida? Iban diciendo al recorrer el tramo hacia la motocicleta. El señor Gustavo anda mal herido, le ha mordido un perro enorme y tenía la rabia... Atragantándose de palabras al intentar explicar lo ocurrido. Apenas se podía escuchar un sollozo del interior de la camisa del decrépito señor que cruzaba el dintel con los brazos colgando de la silla. Los celadores trasladaron al enfermo a toda velocidad y en muy poco tiempo se percataron que no eran heridas profundas. Gustavo cogió del brazo a un médico que iba relatando su estado físico como para sí mismo. Se puede acercar por favor, tengo un herido mucho más grave que yo y necesita una persona que se apiade de él. Por supuesto señor, para eso estamos aquí. Tenga, mostrando una bola sucia de pelo blanco con dos ojillos oscuros que apenas se abrían, es de mi nieto y no me perdonaría que le ocurriera algo. No puedo señor, no puedo hacer nada por este animalillo. Si no lo hace morirá, nadie sabrá que le sana, mírele, ¿No es una monada? Se lo suplico salve a este perrillo.


Cuando Gustavo pudo salir del hospital, ya con ropa limpia que su mujer Concha le había preparado, agarró suavemente la mano de su esposa y le dijo "ya podemos marchar tesoro" mientras pellizcaba con la otra mano el culo de una joven enfermera que se cruzaba en su camino. Carlitos esperaba con ansia tras un seto, cogido de la falda de Pepa, que había llegado exhausta del largo camino, no apartaba la mirada de la pareja de ancianos que se acercaban con paso tranquilo. Concha portaba un bolso marrón, casi como una maleta, del que sobresalía un bolita de lana. Carlitos metió las manos recogiendo a su pequeña mascota aún adormecida. Una lengua roja y brillante apenas sin energía sacudía el antebrazo del muchacho. Por fin marcharon con una suave sonrisa y los persistentes dolores de un anciano agotado. Pepa contaba para sí las explicaciones que ofrescería a su marido, había gastado el poco dinero de que disponía y lo que había comprado estaba esparramado por la calle. ¿Qué voy a hacer ahora?


A la mañana siguiente el doctor Joaquín Sofande recibió un sobre color crema remitido de los señores de Zarieta, extrajo el abrecartas de uno de los cajones y descubrió en su interior un talón de 10.000€ acompañado de una pequeña nota que decía: Usted se comportó extraordinariamente cuando solicité su auxilio para el pequeño Toto y no tengo más que agradecer su gesto con un humilde regalo. Un cordial saludo. Gustavo Zarieta.


Concha fregoteaba en la cocina aguardando la vuelta de su marido y cantando a la brillante luz veraniega que atravesaba la ventana, entretanto, unos pequeños golpes en el exterior de su puerta cautivaron su atención interrumpiendo la repetida sonata. ¿Quién es? Sin obtener respuesta se asomó a la mirilla y al no detectar figura alguna volvió a su tarea. De nuevo los golpecitos acallaron a la barítona y ya medio enfadada vociferó abriendo de par en par el portalón. Hola perrito, te has perdido, ¿Cómo andas por aquí? Parece que tienes hambre, pasa y te doy unas galletillas muy ricas. Acariciando el animal le llevó hasta la cocina obsequiándole con dulces golosinas. El sonido de llaves sorprendió a Concha intentando convencer al animal para que comiera más galletas. Mira Gustavo hoy tenemos visita. Los pies del anciano quedaron paralizados al contemplar la bella estirpe de un doberman con un robusto collar con la inscripción de "Roco".
 

1 comentario:

  1. Menudo lio, cuanta carrera. Menos mal que... Quiero creer que, cuando se necesita, siempre se encuentran buenas personas...
    Saludos

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