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20/2/13

Misiva 23. Montes de rojo atardecer.

MISIVAS DE UN RECUERDO.

Illescas, 19 de Mayo de 1937.



Querido Padre,

Ya no me querrás cuando leas lo que debo decirte padre. No volverás a querer saber lo que los días traen a mis ojos y lo que se llevan de mi corazón.

No hace mucho que contemplé los disparos de la terrible ejecución que manchó de terror la fachada de mi alma. Unos niños armados con las balas que el Capitán Granero ordenó pintar de sangre roja de seis hermanos de estas tierras. Personas humildes bajo el yugo de esta guerra y un joven soldado disparó con el miedo en su cara.

Seguí los pasos del Capitán hacia el montículo del chaparro, nos acompañaban oficiales y el Sargento Vallejo comandando la escuadrilla. En ocasiones se juntan fuera del cuartel y planifican estrategias. Granero nunca me pide que le acompañe cuando discute con sus subordinados pero ese día me lo sugirió con tono lascivo, con una malvada sonrisa que entreabría la desgastada mordedura del diablo. Sabía donde me llevaba padre, el muy canalla se divertía.

Desde entonces no dejo de llorar, constantemente dejo mi tristeza brotar de mi alma. Desde mi ventana miro al atardecer el cerro en el que fallecieron aquellos pobres con las manos desnudas y bajo el ocaso del sol repito aquel momento de muerte bajo las ramas del viento. Todas las tardes se pude observar a un pequeño muchacho acercarse a ese monte de piedad, se arrodilla y deja caer la mirada sobre la tierra donde su madre yace.

Ayer se presentó el Capitán Granero mientras sorprendida oculté la ventana con la figura del niño bajo el chaparro. Se rió de mi esfuerzo por difuminar mi lamento, se acerco con paso lento al cristal que separa la desolación y mientras miraba acarició mi cuello tiernamente. "Se que Adolfo está cerca" me dijo con sus manos dibujando mi cuerpo. Estaba enojado y sus enrojecidos ojos se clavaban en mi traición y terminó la frase con la palabra "Muerto". No les vi la cara padre, las ejecuciones suelen ocurrir y no puedo hacer nada, les ocultan el rostro para que los verdugos no sepan si matan a su vecino, a su padre o a su madre.

La primera emoción derivo en el deseo de mi propia muerte, me olvidé de mi hijo, él no merece quedar huérfano. Vuelvo padre y llevo a alguien conmigo agarrado de la mano. Alguien que también vaga solo. Nos alejamos de esta guerra. Huiremos juntos a buscar vuestros pasos.

Laura Sanlúcar.

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