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16/4/12

Misiva 8. La Cobardía de los Oficiales.


MISIVAS DE UN RECUERDO.

Esquivias, 9 de Mayo de 1937.


Amado padre,

Quise corresponder su temor y me aliste en el ejército de otros, de un grupo de cobardes protegidos tras la bandera nacional. Quise atender su ruego y me instruí en las mieles de la batalla. Aprendí a disparar, a usar la bayoneta, a sufrir. Me duele mucho el peso de mi arma cruzada en mi espalda, donde siempre porte libros. Creo haber comprendido que el horror no es solución de ningún rencor pasado o futuro. Por usted llegué a tierras extrañas donde la marchita sangre riega la labranza y la pena habla por sí sola.

Hace algunos días nos despertaron muy de mañana, aún el sol descansaba tras la llanura y la luna permanecía vigilante a lo que aconteció minutos más tarde. Salimos al patio dos de los muchachos con los que comparto cuartel y tu hijo. Los tres caminamos con la camisa apenas marcada bajo el cinturón. Los gritos del sargento empujaban nuestros pasos en el fresco de la neblina. Seis rostros encapuchados aguardaban. Personas como nosotros padre. El miedo apagó sus oraciones e hizo brotar su lastimoso llanto. Estaban preparados para su destino, los ojos cegados y ningún reproche a sus verdugos. Si padre ahora soy verdugo. Después de aquel momento estoy manchado de muerte, mis manos capturan vidas tan inocentes como la mía.

Los oficiales contemplaban aquel espectáculo entre chismorreos y alguna copita de orujo. Nos sonreían y amparaban. No tuvimos escapatoria para hacer lo que hicimos. Aquí no hay piedad para los cobardes, la autoridad así lo decide y te cortan el gaznate por no solventar el santo mandato, o te lanzan a tierras enemigas con la cruz sangrienta en el pecho para que las partidas no fallen el tiro. La guerra es suya, es de los que nunca disparan un solo tiro. 

El capitán Granero, ese anciano decrépito, disfruta de la compañía de una hermosa señora. Allí sentado, bajo las parras de los soportales, preside el horror de nuestras armas disparando sobre tres hombres, dos mujeres y un chico de no más de catorce años. Su delito vivir en algún lugar equivocado y no tener más que las manos para trabajar, como nosotros padre. Somos hermanos y les hemos matado. No merezco más que ellos.

La orden llegó sobre nuestros oídos. Ejecutamos el deseo de la oficialía y aplaudieron el acto asesino. No murieron todos, disparamos repetidas ocasiones y resistieron inhalando vida. El alférez Fernández agarró mi camisa por el cuello y me llevó en volandas hasta aquel muchacho que resistía la suerte de los tiros mirándome a los ojos. ¡Mátale! Gritaban todos como un coro de horror  mientras mis pies alcanzaban la cabeza del moribundo. ¡Mátale! Un tiro seco iluminó aquella cara como estrella fugaz que despide su camino. La pólvora inundó mis dedos y no solté el gatillo.

Cavamos su tumba en un montículo cercano a nuestro cuartel. Allí yacen muchas almas perdidas. Cogimos el carro de la muerte, así le llaman, un armazón podrido tintado de marchita sangre. Uno a uno trasladamos los cuerpos y con nuestras manos cavamos su sepultura. Cuando el penoso trabajo finalizó el Capitán Granero estrecho nuestras manos celebrando aquella maldita victoria para a continuación besar aquella mujer tan bella. Mientras el beso crispaba aquel instante tenebroso ella me miró y derramó una leve lágrima sobre su erizada piel.

Cada noche los recuerdos amanecen conmigo. Arrebaté aquellas vidas culpables del simple hecho de vivir en esta tierra. No resisto padre, soy otra víctima de la guerra y ya he muerto en vida. Perdóname.



Soldado Javier Carrasco Méndez.

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