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21/9/10

Club de ciegos.

“Para Ana... por ser la luz que ilumina mis letras.”



Ofrecimos amplia la mano, con fuerza las estrechamos, los nervios se apoderaban de mí. Sabíamos lo que queríamos. Nunca le había visto aunque tenía tantas referencias de él que me parecía familiar.

Extrajo un pequeño sobrecito transparente con el contenido que buscaba. Era un encargo, yo nunca me había atrevido a probar estas sustancias, un compromiso estúpido me llevaba a estar en el sótano de un tenebroso bar. Nunca se me ocurriría aparecer por aquí.

Mujeres esperaban rigurosamente sentadas en taburetes, algunas en sofás de terciopelo gastado, parecían todas esperar a alguien. Con desgana miraban a todo el que pasara por su lado y las más solícitas lanzaban besos al aire y con un movimiento de dedos te atraían como sirenas.

-¿Quieres tomar algo?- me preguntó con indiferencia el tipo de color que tenía frente a mí. La papelina que llevaba en el bolsillo contenía algo blanco con motitas negruzcas. Le entregué un sobre que llevaba preparado y me dio una palmadita marchándose sin decir palabra.

Una voz muy sensual asomó por mi izquierda. -¿Quieres un ratito explosivo entre mis piernas?-. Tragué saliva y me di la vuelta para asegurarme de quién me hablaba, un precioso cuerpo me hablaba con voz melosa. Preciosa. Una diosa se acercó sigilosa a mis oídos. Sujetó mi mano con dulzura y me llevó a una habitación tras un largo pasillo pleno de fotografías antiguas de la ciudad.

-Ámame- soltó al aire desabrochándome los botones de la camisa. El sudor apareció en mi frente y mi deseoso cuerpo se tensó aguardando el siguiente contoneo de sus vaporosas manos. Mucho tiempo sin estar con una mujer, era terreno casi olvidado desde que enviudé hace más de un año. No había conocido mujer más que Sofía, mi compañera de juventud que consiguió darme la felicidad que ahora tanto añoraba. Su ausencia me transformó en la persona opaca que ahora perdía la cabeza en los tentáculos de esta hermosura divina. Seguro que no soy capaz de volver a besar la boca extremadamente fresca de un nuevo amor. -Estoy en un burdel-, me repetía constantemente a la vez que su lengua humedecía mi cuello. Mi sangre se aceleraba y abarrotaba mi cuerpo de sensaciones. Fluía la vida por mi cuerpo como si fuera la primera vez, como cuando estuve en la ribera del río entre los húmedos jóvenes muslos de Sofía. Cerré los ojos dejándome llevar. Huí de la triste habitación en busca de aquel río. No dejaba de recorrerme con sus labios incansable.
Su melena cubría mi pecho acariciándome, flotando sobre mí una otra vez, mis piernas se estiraron eléctricas. Se montó encima y despacio insertó mi corazón en su deseo.

Jadeante y desarmado descansé un instante mientras ella se cubría sus lindos pezones con un sostén de encaje beige inundado de diminutas flores rojas. -Tienes sólo cinco minutos para desaparecer sin avisar a nadie, tienes una oportunidad no la dejes o lo lamentarás-. Hazme caso preciosa a partir de este momento no tienes trabajo, por lo menos aquí. -Lárgate- incrédula escucho mi voz imperativa dudando de mi afirmación, me miró con extrañeza mientras peinaba su larga cabellera ondulada. Miró el tatuaje de dos pistolas rodeadas de fuego en mi pecho y percibí la sonrisa de la liberación en sus brillantes ojos. Me dijo adiós con un beso delicado en la mejilla. Se escapó dejándome tumbado en la cama, así permanecí un tiempo prudencial suficiente para que abandonara el local.

Llamé a Capri. Me ordenó los pasos a dar y ya llevaba retraso sobre el tiempo que me dijo. No pude acercar el teléfono al oído, su voz enfermiza, llena de ira, atravesaba mi cabeza. No salí de la habitación en un rato. Él determinará cuando puedo salir, me avisará. Sólo sabía que por este pequeño trabajo cobraría mucho dinero, no había podido negarme. Me reclutaron cuando buscaba trabajo, se fijaron en mí enseguida. Me apartaron del resto de personas que esperaban y me subieron al coche. Me marcaron como a una res y firmé el contrato de posesión, mi tácita esclavitud. No hicieron falta acuerdos, yo no estaba allí. Mi cuerpo acuño la letra de mi destino albergando tres cortes en mi costado, un yermo cuchillo dejó su marca para el resto de mis días.

Gritos al otro lado de la pared me atenazaban quieto sobre la cama. Rápidos pasos cruzaban la puerta de la habitación, me escondí bajo el camastro vigilando las persecuciones y los gritos. Llegaron los zapatos que mas temía a la retina nerviosa de mis ojos. -Sal de ahí, ya tienes curro- me dijo al que llamaban Nevado. Siempre vestía ropa negra con calzado puntiagudo y morena melena bajo un sombrero vaquero.

-Eres el camarero- señalándome a la barra. Miré a nuestro alrededor sofocado por la sangre que asomaba vertida sin los cuerpos que la contenía. Las chicas permanecían sentadas fumando como si nada hubiera ocurrido. Otros dos hombres limpiaban agachados los charcos rojos que huérfanos quedaban. Me dieron un cubo y mi oficio estaba en la limpieza de las mesas, de las sillas, de las paredes. La pelea había tenido muchas bajas que no aparecían por ningún sitio.

Capri, Nevado y algunos de sus acólitos marcharon dejando a una pequeña escuadra de carceleros custodiando a doce mujeres y tres hombres que limpiábamos aquél campo de batalla. Las luces llegaron se extimguieron al amanecer. El club brillaba por si solo, habíamos realizado un trabajo duro bajo la amenaza de nuestros amos. Teníamos unas horas para descansar, sabíamos que el bar abriría a su hora, como todos los días.

Como ganado nos llevaron a una de las habitaciones, posiblemente la más grande. En su día podría haber sido una escuela de danza. Grandes espejos llenaban una de las paredes dando la imagen de inmensidad. La barra donde las bailarinas se apoyan en sus delicados movimientos se mantenía intacta. El ventanal de la calle era el más grande del edificio, se podía ver el paseo de olmos de la avenida próxima. Nos encadenaron a todos y cerraron la puerta, no pasaron ni tres minutos y se volvió a abrir. ¡Ella de nuevo!, entró en la alcoba la belleza afligida de mi amante, de mis recuerdos, de Sofía.

Las cadenas nos permitían algo de movimiento por la sala y aproveché el abandono de nuestros captores para acercarme al aroma que unas horas antes se grabó en mi cerebro. Nos saludamos con la mirada, fue ella la primera que se acercó y me susurró -No tengo a donde ir, he paseado pensando donde ir y mis pies me han arrastrado de nuevo aquí-. La besé sin dejar terminar su exposición. Quince pares de ojos nos observaban tirados en la tarima. Ella me abrazaba desesperada y me hablaba en silencio -No tengo nada, no tengo a nadie-. -Estás conmigo- yo calmaba su abandono con palabras cariñosas. Apenas conocía a esta mujer y ya no podía apartarme de ella. Mi corazón estaba tumbado, no podía resistir la cercanía de este ser que estaba seguro no sería real.

En uno de los rincones dos chicas se besaban también, apartadas, otra pasión caldeaba la habitación y como una enfermedad fueron transmitiendo el virus del placer. Otra pareja se desnudaba rodeadas de caricias, hartas de amor forzado tenían su propios vínculos amorosos. El ardor de cuerpos desnudos se multiplicaba. Orgías aisladas dentro de un gran encuentro de seres forzados a compartir estos momentos, carne excitada de humanos que ante el desastre de sus propias vidas se rebelaban al placer. Mis manos rodeaban el cuerpo pálido, por largo tiempo de exclusión, de esta hembra que provocaba la revolución dentro de mí.

Llegada la hora de abrir el local la mazmorra se abrió ante Nevado, se encontró cuerpos desnudos, abrazados en el amor y en el deseo. Se encolerizo de tal manera que las voces se escucharían hasta en la tranquila avenida de olmos que se veían por el ventanal. Sacó una fusta, azotó a los hombres con ella, a las mujeres sacudía puñetazos de tal forma que apenas dejara muestra de la violencia engendrada. Como perros nos cubríamos. Oculté el cuerpo de Kali bajo el mío.

El sol volvió a brillar en cuanto mis ojos, evadiéndose, miraban al cielo azul que reinaba la ciudad en un día tan penoso. El rostro de Sofía me sonreía majestuoso, una nube arrastró la imagen desapareciendo hacia el Oeste. La despedí con las lágrimas de la tristeza y la rabia de verme esclavo del destino.

La paliza era tremenda, se cegaron en personas olvidadas y temerosas. Me levanté como pude cuando terminaron de sacudirme a escasos metros de Nevado. Agarré las cadenas con tal fuerza que cortaban el camino infinito de mi sangre, en dos pasos salté sobre él. Rodeé su cuello forzando el bloqueo de sus vías respiratorias. Era un hombre fuerte, yo un hombre temeroso y muy nervioso que no podía aguantar más. No pensé en el resultado de mi ataque, seguramente moriría. Mi cerebro había muerto junto con mi libertad. La apuesta arriesgada era necesaria y alguien debía arriesgarse. Según apretaba los eslabones cautivos mi cuerpo emergía del derrumbe, su falta de respiración fue en el momento más oportuno, los demás estaban muy entregados en ejecutar golpes que sucesivamente sobrevenían. La callada muerte vino en poco tiempo. Vi salir el alma de este hombre elevándose sobre nuestras cabezas y atravesar el techo. Cogí una pistola que en la cintura llevaba colgada. Mis manos se volvieron locas de horror y me dispuse a disparar a los otros dos verdugos. No controlé mi sed de venganza, alcance a dos de las chicas quedando mal heridas. Disparé a los cristales hasta que ya no pude continuar. Si hubiera sido una ametralladora no habría quedado nadie en la sala.

Por la puerta entraron dos tipos, uno de ellos se dirigió hasta mí insertándome un machete en el estómago. Se liaron a patadas conmigo hasta que se percataron del cuerpo sin vida del hombre vestido de negro. -Vámonos, no tardarán en llegar-. Nos quedamos solos, algunos sangrábamos, otros sin conocimiento. Los más afortunados vapuleados y retorcidos de dolor.

Mi último recuerdo de ese día fue la sonrisa regalada de la mujer que ahora viajaba conmigo en una ambulancia, a toda velocidad nos aproximamos a un hospital para que curaran las heridas externas porque las interiores todavía debían cicatrizar.

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