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Para los que huyen de la desdicha...
Se miraban calladamente en un lapso infinito. La bombilla
centelleante iluminaba sus rostros, uno envejecido, otro recién
llegado. Be....be. Be...be. Conversaban con exigua brevedad dejando
morir la tarde. Un tazón de leche humeante, un biberón tibio en una
mesa repleta de migas y restos del día anterior.
¿Papá estás cómodo? Comentó María. Jabo, Mi chico, ¿Cómo
estás? Entrecortaba una antigua canción que lanzaba a los vientos,
una canción que evocaba su juventud y de sobra conocida por sus
forzosos oyentes. Recuerdos de aquellos años en los que la figura de
Miguelín atolondraba su corazón. Era un chico moreno, de pelo liso
y brilloso, tan guapo que deshacía sus palabras, las que nunca pudo
decir. Él vivía al final de la calle, sus pasos rastreaban sus
movimientos diarios y sin embargo nunca logro una caricia, nunca se
atrevió a destaparse ante su mirada. El amor de su vida, fantaseaba
en sus momentos de abandono, el gran amor que nunca fue
correspondido.
Labraba el huerto con sus manos rudas pero tiernas, con la desgana
de la penitente rutina. Manolito, su infante burro, arremetía contra
sus posaderas jugueteando. ¡Quieto! gritaba al aire contra la
actitud arriesgada del pollino. Su canción constante mantenía su
cabeza lejos de la labor, en un lugar maravilloso donde Miguelín
complacía sus secretos deseos. Los tomates caían al cesto bajo la
luz que se colaba entre los árboles chispeantes, arremetidos por la
brisa de poniente, acompañando los tórridos sueños.
Volvió a la cocina con el canasto repleto de verduras recién
cortadas, repartió algunas entre las débiles manos abiertas de su
padre y de su hijo, como juguetes que distraían la atención
callada. La babilla les caía al suelo en un húmedo placer
imposible. Uno por la razón olvidada y el pequeño por no
capacitada. Papá te pones perdido, ten cuidado.
Sus ojos permanentemente enfrentados, en ocasiones incomprendidas
risas se mezclaban y muchas veces el extenuado llanto rompía la
quietud. El abandono de papá que un día, ya olvidado, desapareció
en él serpenteó de los primeros balbuceos de Jabo.
Manolito Pollino entró en la cocina impulsando la robusta
portezuela del patio dando un golpe terrible. Habitualmente se colaba
y solía hurtar algún manjar. Llevó el hocico hacia el culo del
bebé y soltó un rebuzno ensordecedor soltando coces arrojando la
cacharrería de la cocina por los aires. Machito el gato, que vivía
donde quería y muchas de sus necesidades las satisfacía en esa
cocina, soltó un bufido saltando sobre la brillante e inerte calva
de Don Paco. Gritos sordos escapaban por todas las gargantas que
transitaban por la cocina. La carrera desesperada de María no se
hizo esperar. Perdió los estribos de nuevo arremetiendo con
aspavientos. Cogió la correa alrededor de su mano, apretó bien los
dientes y enmendó el desasosiego a correazos. La huida de la fauna
dejó a los estáticos personajes a merced de la encrespada mujer
sometiendo a duro castigo los frágiles cuerpos sentados frente a la
mesa. Sumando cicatrices a las ya perennes heridas. No podían llorar más. El dolor no es
acompañado por la humedad de las lágrimas.
La sangre brotaba por el rostro de Don Paco, por la espalda del
chiquillo y por la sonrisa del burro. María perdió el conocimiento
por unos minutos tras la excitación, tirada se mantuvo inconsciente
sobre las vetustas baldosas.
El pollino se acercó al abuelo zarandeándole con la quijada.
Intentó subirle con el morrillo a su grupa, el afán del burro
incitó a los oxidados huesos de Don Paco a movilizarse y con ahinco
postró el flácido cuerpo del anciano como una alforja. De un bocado
suspendió al muchacho del pijama y partieron. Salieron por el
sendero que les acercaba a la aldea recorriendo los meandros del río.
Don Paco tatareaba una canción que durante la guerra resonaba en
sus oídos, su memoria continuaba pegando tiros por tierras lejanas.
Un guarda forestal observó el desfile de los evadidos. Un silbido
enérgico desvió el rumbo del pollino y fue a detenerse a los pies
del agente. ¿Dónde van ustedes si se puede saber? Los únicos que
respondieron fueron las corneas del asno que se preguntaban qué
hacía allí delante de un señor de bigote que no conocía. Las
manchas de sangre alertaron a Jaime y enseguida llevó a los
lastimados jinetes al médico de una población próxima.
Años más tarde, bajo una lamparilla al final de la nave donde
dormitaban decenas de camastros Jabo no dejaba de plasmar sus
recuerdos en papel, en el recreo mientras los demás jugueteaban por
el patio del hospicio, en el bordillo de los jardines de acceso a la
iglesia... En cuanto aprendió a escribir sus manos dedicaban horas a
imprimir las ideas que su subconsciente desarrollaba. Llevaba la yema
de uno de sus dedos, tocaba una de sus innumerables cicatrices,
respiraba hondo y trasladaba al papel las sensaciones que se
reproducían en su cabeza. Los momentos más trágicos de su
existencia eran marcados para el recuerdo. Desde que llegara a su
casa los brazos de su madre le habían proporcionado ternura y
desazón, amor y terror. Papá ya no estaba. Abuelo y nieto eran
víctimas de la misma suerte, cauterizaban las mismas llagas, dormían
las mismos sueños.
Pasaron años entre los robustos muros, aislado entre sus
pensamientos y su buscada soledad. Los fortuitos encuentros con sus
compañeros terminaban en peleas donde el dolor relajaba su espíritu,
eran los momentos en los que se le observaba una sonrisa. Jabo seguía
sumando algunas cicatrices de cuando en cuando y las compartía con
su abuelo Don Paco aunque sólo fuera en alma. Buscaba en el inerte
cariño de sus ojos claros.
En marzo cumpliría catorce años, crecía con el deseo de
preguntar a su madre ¿por qué?La odiaba por no haber cuidado de él,
y del abuelo, pero la quería. Recordaba sus canciones y sus
caricias. Conocía el paradero de su madre por los celadores,
permanecía en una institución psiquiátrica de Zamora.
Una noche de domingo de primeros de Abril, a hurtadillas, escapó
por una ventana del pasillo donde asomaba un enorme sauce. De la
contundente caída se desgarró la camisa y esparció todo el
contenido de la mochila que agarraba de la mano. De un plumazo
recogió sus escasos enseres y resolvió a la carrera la evasión.
Cuándo aparecieron los adormilados párpados de Don Esteban por el
ventanal las copas de los árboles que poblaban el camino ocultaron
la silueta de Jabo. Sin detenerse solventó la verja con destreza,
como si ya lo hubiera hecho en infinidad de veces, al menos en su
cabeza.
Jabo había establecido perfectamente la ruta de partida, ensayada
durante largas noches en vela. Primero el metro, llegaría a la
estación de tren donde embarcaría hasta la ciudad de Zamora y de
ahí catorce kilómetros a pie hasta un edificio lóbrego en mitad
del llano. Sentado en una pequeña silla, frente a su mamá, le
ofrecería su cuaderno, todos sus recuerdos, todas las marcas que su
piel mostraba. Aún con el alma partida la perdonaría, sí, la
perdonaría, quería su imagen pretérita, quería que sus brazos le
mimaran, que sus labios le besaran y que sus canciones acompañaran
sus sueños. Perdonaría, estaba ansioso por decírselo, mamá ya no
hay más que recordar. Papá nos abandonó y ella tiro de nosotros
sola y no pudo con todo. Por eso está aquí, recuperándose. Sus
nervios no soportaron la soledad, seguro que está esperándome...
María ya no esperaba a nadie. Un tarde de otoño, cuándo las
hojas de los árboles rebosan por los andurriales, una tumultuosa
disputa ocasionó la muerte del médico que paliaba las desdichas de
acrobáticos enfermos, a continuación cogió su mano asesina y,
armada con un estilete, cercenó su angustiosa vida.
Jabo temblando de frío, frente a la verja de entrada a la finca,
llamaba al timbre con insistencia. Apareció el viejo Armando, azada
al hombro, resoplando a todos los vientos, malhumorado vociferó a
todos los santos. ¿Qué leches quieres? ¿Qué haces que no andas en
el colegio? Márchate aquí no tienes nada que hacer. Señor,
discúlpeme, busco a María Eduarda López, hace tiempo ingreso en
este sanatorio. Era natural de Almiruete en Guadalajara, próximo a
la falda del pico Ocejón. ¡La pelos! Seguro que es la pelos. Se
llamaba Eduarda y padecía esquizofrenia hebefrénica. Estuvo
ingresada varios años y sí, muchacho, la pelos era muy cariñosa
conmigo. Eramos muy amigos, yo la ayudaba y ella complacía mis
deseos tan cariñosa como no recuerdo mujer en mi vida. Una gran
mujer. Ya no está entre nosotros, quiso partir al descanso eterno y
yace bajo aquellos álamos blancos, en la colina tras el edificio
principal. ¿Puedo pasar a ver su tumba? Ni soñarlo, aquí no puede
entrar nadie y menos un niñato que a saber de dónde te has
escapado. Tengo que ver su tumba. Si te dejo pasar debes hacer algo
por mí, es lo justo. Una afirmación callada y la puerta se
entreabrió. Venga adelante y rapidito que me la juego. ¿Ves ese
túmulo junto al árbol más alto? Enseguida encontrarás su nombre
en la piedra, yo me encargué de enterrar a esa belleza que tanto me
acompaño. Dirígete hacía allí y te dejo cinco minutos solo.
Las lágrimas no se hicieron esperar y los truenos recibieron el
llanto del chiquillo. Chisporroteaban goterones recios que empaparon
en segundos su esmirriado cuerpo. Armando apareció sigiloso y de un
golpe agarró al muchacho y lo llevó tras las prominentes arizónicas
que cobijaban el reducido cementerio. Obligó la mano del niño entre
la entrepierna, desplazaba arriba y abajo su ansias. Jabo comenzó a
gemir, mostrándose conforme con el acto tantas veces observado. El
jardinero cerró los ojos descuidado apoyando la mano derecha sobre
el tronco, respiraba con dificultad, hacía mucho tiempo que no
gozaba tanto, que no sentía su sexo estremecerse. El momento fue
idóneo para atizarle al viejo un duro puñetazo en sus genitales que
le tumbó de lado sobre el barro gimoteando de dolor. El cielo se
abrió y el sol iluminó la instintiva carrera del muchacho hacía la
entrada lateral del edificio.
Un claxon resonó tras el enrejado pórtico, un chrysler 180 con
los faros encendidos permanecía sobre el barro. Automáticamente el
paso se abrió permitiendo su acceso hasta el patio principal. Desde
una escalera Jabo se mantenía oculto. Vio salir del coche a un
hombre alto, rubio y con un bigote que le dividía el rostro en dos
partes. Le recibió un señor bajito y rechoncho que no hacía más
que tirar de los tirantes que vigilaban su pulcritud. Pase señor
Gaztelu, pase por favor. ¿El viaje ha sido agradable? Si, gracias.
Tengo algo de prisa, sólo quiero firmar los documentos necesarios
para trasladar a Eduarda y volver a Barcelona.
Una joven boca apostada en el lateral del edificio no podía
cerrarse y así se mantuvo hasta que los gritos del dolorido Armando
llegaron a los oídos del señor Pablo Gaztelu y el director del
centro. Jabo salió corriendo hacía el señor Gaztelu en busca de
socorro y se refugió tras él. Quieto chiquillo. ¿Que te ocurre?
Ése viejo quiere pegarme y ha abusado de mí. Le he dado un puñetazo
en sus partes y he escapado. No te preocupes, no te va a hacer nada.
¿Cómo te llamas? Jabo Gaztelu. Se miraron sonriendo y el muchacho
cerró sus ojos y soñó.
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