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22/11/11

Olvidando mi propio yo.

Para los que pierden el rumbo en el viaje de la vida...




Abrí los ojos de nuevo entre malezas y mosquitos, calor y humedad. Apoyé las manos en el barro, había llovido abundantemente aunque el cielo ya no se encontraba tapado por nube alguna. Un ruido ensordecedor se aproximaba raudo hacía mí. No podía ver absolutamente nada, la selva me abrazaba bajo su tupida vegetación y me tenía a sus pies. No sentía miedo, no sentía dolor, sin embargo era incapaz de mover un músculo.

Un grupo poco numeroso de gacelas saltaron por encima del fango y de mi quietud. Tan fugaces como la luz que abrió pasos a los colmillos de una leona que mantuvo sus zarpas sobre mis hombros. Amenazante dejaba caer el miedo a mi rostro y asestó sus dientes en mi garganta asfixiándome en la brevedad de un terrible instante en el que mi boca sonrió por última vez.

Abrí los ojos de nuevo frente al cegador sol de verano del desierto de Las Vegas. El público asistente al rodeo gritaba aclamandome, era consciente que ocupaba el destino de esos alaridos tan extraños, no entendía nada, sus palabras carecían de contenido. Sonreí. Un enorme lomo negro se removía bajo mis piernas enredado en una carcel de acero, resoplaba sin detenerse un momento. Sudaba, pera sabía con certeza lo que debía hacer. Agarré con fuerza decididala soga que el animal coronaba y me ví volando dirección a la abrasante luz, atrapé los lacrimosos ojos de Isabel mientras mi último vuelo se asertó en el pitón derecho de aquel montaraz animal. Una lágrima ensangrentada brotó aislada.

Abrí los ojos de nuevo retirando el casco que me obligaba a levantar la barbilla, silbaban amtrelladoras a mi alrededor y sólo pensaba en casa, leyendo el periodico y disfrutando de un café caliente, hirviendo y las manos de Isabel acariciando las mías y ofreciendo unas pastas de té. Tan lejano que realmente no sabía si era yo la persona que protagonizaba mis propios pensamientos. Me asusté, desconocía mi propia identidad. ¿Qué hago aquí? Me levante y observé el horizonte paglado de fuego y humo. Mi pulmón se abrió reventado por una maldita bayoneta que abría mi costado helado y yermo. Mis labios marcaron una sonrisa ya fallecida y me derrumbé en el vacío sin el dolor de vivir.

Abrí los ojos por primera vez en el vientre de una madre que no era la mía, en un lugar que no era el mío, con un cuerpo que no era el mío. Unas ásperas manos sostuvieron mi sonrisa cuando por fin pude contemplar la sonrisa de Isabel. Me llamó hijo.

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