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19/9/11

Mirando al ocaso de tus ojos.


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Para los que huyen de la desdicha...

Se miraban calladamente en un lapso infinito. La bombilla centelleante iluminaba sus rostros, uno envejecido, otro recién llegado. Be....be. Be...be. Conversaban con exigua brevedad dejando morir la tarde. Un tazón de leche humeante, un biberón tibio en una mesa repleta de migas y restos del día anterior.


¿Papá estás cómodo? Comentó María. Jabo, Mi chico, ¿Cómo estás? Entrecortaba una antigua canción que lanzaba a los vientos, una canción que evocaba su juventud y de sobra conocida por sus forzosos oyentes. Recuerdos de aquellos años en los que la figura de Miguelín atolondraba su corazón. Era un chico moreno, de pelo liso y brilloso, tan guapo que deshacía sus palabras, las que nunca pudo decir. Él vivía al final de la calle, sus pasos rastreaban sus movimientos diarios y sin embargo nunca logro una caricia, nunca se atrevió a destaparse ante su mirada. El amor de su vida, fantaseaba en sus momentos de abandono, el gran amor que nunca fue correspondido.


Labraba el huerto con sus manos rudas pero tiernas, con la desgana de la penitente rutina. Manolito, su infante burro, arremetía contra sus posaderas jugueteando. ¡Quieto! gritaba al aire contra la actitud arriesgada del pollino. Su canción constante mantenía su cabeza lejos de la labor, en un lugar maravilloso donde Miguelín complacía sus secretos deseos. Los tomates caían al cesto bajo la luz que se colaba entre los árboles chispeantes, arremetidos por la brisa de poniente, acompañando los tórridos sueños.


Volvió a la cocina con el canasto repleto de verduras recién cortadas, repartió algunas entre las débiles manos abiertas de su padre y de su hijo, como juguetes que distraían la atención callada. La babilla les caía al suelo en un húmedo placer imposible. Uno por la razón olvidada y el pequeño por no capacitada. Papá te pones perdido, ten cuidado.


Sus ojos permanentemente enfrentados, en ocasiones incomprendidas risas se mezclaban y muchas veces el extenuado llanto rompía la quietud. El abandono de papá que un día, ya olvidado, desapareció en él serpenteó de los primeros balbuceos de Jabo.


Manolito Pollino entró en la cocina impulsando la robusta portezuela del patio dando un golpe terrible. Habitualmente se colaba y solía hurtar algún manjar. Llevó el hocico hacia el culo del bebé y soltó un rebuzno ensordecedor soltando coces arrojando la cacharrería de la cocina por los aires. Machito el gato, que vivía donde quería y muchas de sus necesidades las satisfacía en esa cocina, soltó un bufido saltando sobre la brillante e inerte calva de Don Paco. Gritos sordos escapaban por todas las gargantas que transitaban por la cocina. La carrera desesperada de María no se hizo esperar. Perdió los estribos de nuevo arremetiendo con aspavientos. Cogió la correa alrededor de su mano, apretó bien los dientes y enmendó el desasosiego a correazos. La huida de la fauna dejó a los estáticos personajes a merced de la encrespada mujer sometiendo a duro castigo los frágiles cuerpos sentados frente a la mesa. Sumando cicatrices a las ya perennes heridas. No podían llorar más. El dolor no es acompañado por la humedad de las lágrimas.


La sangre brotaba por el rostro de Don Paco, por la espalda del chiquillo y por la sonrisa del burro. María perdió el conocimiento por unos minutos tras la excitación, tirada se mantuvo inconsciente sobre las vetustas baldosas.


El pollino se acercó al abuelo zarandeándole con la quijada. Intentó subirle con el morrillo a su grupa, el afán del burro incitó a los oxidados huesos de Don Paco a movilizarse y con ahinco postró el flácido cuerpo del anciano como una alforja. De un bocado suspendió al muchacho del pijama y partieron. Salieron por el sendero que les acercaba a la aldea recorriendo los meandros del río.


Don Paco tatareaba una canción que durante la guerra resonaba en sus oídos, su memoria continuaba pegando tiros por tierras lejanas. Un guarda forestal observó el desfile de los evadidos. Un silbido enérgico desvió el rumbo del pollino y fue a detenerse a los pies del agente. ¿Dónde van ustedes si se puede saber? Los únicos que respondieron fueron las corneas del asno que se preguntaban qué hacía allí delante de un señor de bigote que no conocía. Las manchas de sangre alertaron a Jaime y enseguida llevó a los lastimados jinetes al médico de una población próxima.


Años más tarde, bajo una lamparilla al final de la nave donde dormitaban decenas de camastros Jabo no dejaba de plasmar sus recuerdos en papel, en el recreo mientras los demás jugueteaban por el patio del hospicio, en el bordillo de los jardines de acceso a la iglesia... En cuanto aprendió a escribir sus manos dedicaban horas a imprimir las ideas que su subconsciente desarrollaba. Llevaba la yema de uno de sus dedos, tocaba una de sus innumerables cicatrices, respiraba hondo y trasladaba al papel las sensaciones que se reproducían en su cabeza. Los momentos más trágicos de su existencia eran marcados para el recuerdo. Desde que llegara a su casa los brazos de su madre le habían proporcionado ternura y desazón, amor y terror. Papá ya no estaba. Abuelo y nieto eran víctimas de la misma suerte, cauterizaban las mismas llagas, dormían las mismos sueños.


Pasaron años entre los robustos muros, aislado entre sus pensamientos y su buscada soledad. Los fortuitos encuentros con sus compañeros terminaban en peleas donde el dolor relajaba su espíritu, eran los momentos en los que se le observaba una sonrisa. Jabo seguía sumando algunas cicatrices de cuando en cuando y las compartía con su abuelo Don Paco aunque sólo fuera en alma. Buscaba en el inerte cariño de sus ojos claros.


En marzo cumpliría catorce años, crecía con el deseo de preguntar a su madre ¿por qué?La odiaba por no haber cuidado de él, y del abuelo, pero la quería. Recordaba sus canciones y sus caricias. Conocía el paradero de su madre por los celadores, permanecía en una institución psiquiátrica de Zamora.


Una noche de domingo de primeros de Abril, a hurtadillas, escapó por una ventana del pasillo donde asomaba un enorme sauce. De la contundente caída se desgarró la camisa y esparció todo el contenido de la mochila que agarraba de la mano. De un plumazo recogió sus escasos enseres y resolvió a la carrera la evasión. Cuándo aparecieron los adormilados párpados de Don Esteban por el ventanal las copas de los árboles que poblaban el camino ocultaron la silueta de Jabo. Sin detenerse solventó la verja con destreza, como si ya lo hubiera hecho en infinidad de veces, al menos en su cabeza.


Jabo había establecido perfectamente la ruta de partida, ensayada durante largas noches en vela. Primero el metro, llegaría a la estación de tren donde embarcaría hasta la ciudad de Zamora y de ahí catorce kilómetros a pie hasta un edificio lóbrego en mitad del llano. Sentado en una pequeña silla, frente a su mamá, le ofrecería su cuaderno, todos sus recuerdos, todas las marcas que su piel mostraba. Aún con el alma partida la perdonaría, sí, la perdonaría, quería su imagen pretérita, quería que sus brazos le mimaran, que sus labios le besaran y que sus canciones acompañaran sus sueños. Perdonaría, estaba ansioso por decírselo, mamá ya no hay más que recordar. Papá nos abandonó y ella tiro de nosotros sola y no pudo con todo. Por eso está aquí, recuperándose. Sus nervios no soportaron la soledad, seguro que está esperándome...


María ya no esperaba a nadie. Un tarde de otoño, cuándo las hojas de los árboles rebosan por los andurriales, una tumultuosa disputa ocasionó la muerte del médico que paliaba las desdichas de acrobáticos enfermos, a continuación cogió su mano asesina y, armada con un estilete, cercenó su angustiosa vida.


Jabo temblando de frío, frente a la verja de entrada a la finca, llamaba al timbre con insistencia. Apareció el viejo Armando, azada al hombro, resoplando a todos los vientos, malhumorado vociferó a todos los santos. ¿Qué leches quieres? ¿Qué haces que no andas en el colegio? Márchate aquí no tienes nada que hacer. Señor, discúlpeme, busco a María Eduarda López, hace tiempo ingreso en este sanatorio. Era natural de Almiruete en Guadalajara, próximo a la falda del pico Ocejón. ¡La pelos! Seguro que es la pelos. Se llamaba Eduarda y padecía esquizofrenia hebefrénica. Estuvo ingresada varios años y sí, muchacho, la pelos era muy cariñosa conmigo. Eramos muy amigos, yo la ayudaba y ella complacía mis deseos tan cariñosa como no recuerdo mujer en mi vida. Una gran mujer. Ya no está entre nosotros, quiso partir al descanso eterno y yace bajo aquellos álamos blancos, en la colina tras el edificio principal. ¿Puedo pasar a ver su tumba? Ni soñarlo, aquí no puede entrar nadie y menos un niñato que a saber de dónde te has escapado. Tengo que ver su tumba. Si te dejo pasar debes hacer algo por mí, es lo justo. Una afirmación callada y la puerta se entreabrió. Venga adelante y rapidito que me la juego. ¿Ves ese túmulo junto al árbol más alto? Enseguida encontrarás su nombre en la piedra, yo me encargué de enterrar a esa belleza que tanto me acompaño. Dirígete hacía allí y te dejo cinco minutos solo.


Las lágrimas no se hicieron esperar y los truenos recibieron el llanto del chiquillo. Chisporroteaban goterones recios que empaparon en segundos su esmirriado cuerpo. Armando apareció sigiloso y de un golpe agarró al muchacho y lo llevó tras las prominentes arizónicas que cobijaban el reducido cementerio. Obligó la mano del niño entre la entrepierna, desplazaba arriba y abajo su ansias. Jabo comenzó a gemir, mostrándose conforme con el acto tantas veces observado. El jardinero cerró los ojos descuidado apoyando la mano derecha sobre el tronco, respiraba con dificultad, hacía mucho tiempo que no gozaba tanto, que no sentía su sexo estremecerse. El momento fue idóneo para atizarle al viejo un duro puñetazo en sus genitales que le tumbó de lado sobre el barro gimoteando de dolor. El cielo se abrió y el sol iluminó la instintiva carrera del muchacho hacía la entrada lateral del edificio.


Un claxon resonó tras el enrejado pórtico, un chrysler 180 con los faros encendidos permanecía sobre el barro. Automáticamente el paso se abrió permitiendo su acceso hasta el patio principal. Desde una escalera Jabo se mantenía oculto. Vio salir del coche a un hombre alto, rubio y con un bigote que le dividía el rostro en dos partes. Le recibió un señor bajito y rechoncho que no hacía más que tirar de los tirantes que vigilaban su pulcritud. Pase señor Gaztelu, pase por favor. ¿El viaje ha sido agradable? Si, gracias. Tengo algo de prisa, sólo quiero firmar los documentos necesarios para trasladar a Eduarda y volver a Barcelona.


Una joven boca apostada en el lateral del edificio no podía cerrarse y así se mantuvo hasta que los gritos del dolorido Armando llegaron a los oídos del señor Pablo Gaztelu y el director del centro. Jabo salió corriendo hacía el señor Gaztelu en busca de socorro y se refugió tras él. Quieto chiquillo. ¿Que te ocurre? Ése viejo quiere pegarme y ha abusado de mí. Le he dado un puñetazo en sus partes y he escapado. No te preocupes, no te va a hacer nada. ¿Cómo te llamas? Jabo Gaztelu. Se miraron sonriendo y el muchacho cerró sus ojos y soñó.

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