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26/5/10

Esperanza.

Gozo mientras lavas mi cara en la cristalina marea de tus besos adormecidos por la tenue luz de la mañana, cómo dedicarte mi corazón sin perder mi propio yo en el transcurrir del tiempo, mirándote paso mi vida esperánzado de felicidad irrenunciable.

Pudiera sentirte...

Este espacio, que ocupa mi cuerpo en lo terrenal de mi existencia, es suficiente para tenderte la mano de unión de nuestras almas, ¿será posible?, será posible, mi vida, encontrarnos con la cara al viento y bañados de amor.

Esperanza de sentir el gozo de vivir.

16/5/10

Buscados en el Sena.








Dudé por un momento si realmente estábamos en la ciudad del amor o sólo continuábamos en Madrid soñando con imágenes sorprendentes de París. Andábamos juntos inmersos en conversaciones diferentes a las que te sumabas o te perdías. Frases cortas risueñas que alegres voces acompañaban y su eco nos dirigía por las inmutables calles de la real villa bañada por el Sena.

Boquiabiertos siempre mirando a todos lados intentando memorizar los grandiosos rincones de la transitada colonia de colores en la que discurría la mañana. Alucinábamos ante la exposición de historia que nos presentaban los majestuosos edificios. Exclamé con entusiasmo.

¡Mira!, es precioso.
Si, no he visto nada igual. Contestaba una voz compañera.
Y eso y lo de allí. Repetíamos.

Era un interminable monólogo compartido entre imágenes casuales llegadas a un mismo destino. Me detuve un instante a admirar una de las obras expuestas por un extravagante pintor de Montmartre y a la venta en una de las callecitas repleta de visitantes como nosotros. Observé el lienzo sumergiéndome en sus trazos, perdiéndome en sus contrastes, absorto imaginaba mis pies caminando sobre las líneas marcadas con brillantez y dulzura, daba la impresión de dirigirme al paraíso de la felicidad donde me mantuve hasta que alguien me tocó en el hombro avisándome para continuar la marcha.

Una nube de personas avanzábamos como marea dentro del mar, de una calle a otra atraídos por los mismos vericuetos. Rezumaba arte por cada piedra de los edificios que llevaran tanto tiempo esperándonos. Parte del grupo desapareció de mi vista tragados por una de las columnas humanas. Un niñito me agarró del pantalón y sonriendo me pedía monedas, se las ofrecí, salió corriendo hasta una mujer bastante mayor que esperaba en la esquina, miró con mal gesto y dibujó el signo de la cruz en el aire mientras yo no dejaba de mirarla.

Están aquí. Comentó Maria Jesús sorprendida.
Vamos, tomemos un café, estoy harto de dar vueltas. Llegó una voz desde el perdido grupo.
Esta llenito de gente. Reclamó Ana.
Necesito ir a la “toilet”. Rió Vanesa con gracia y desesperación agarrando a Alicia de la mano.
Mandan las chicas, “garçon café pour tous”. Dijo Angel con su francés depurado.

Me quedé quieto un instante delante de la puerta y tras de mí sonó un estruendo que me hizo saltar con la agilidad de un guepardo. El busto partido de una dama cayó rozando mi sombra. Un gatillo salió mal parado del trance quedando aplastado por la tallada piedra. Enseguida aparecieron dos gendarmes poniendo orden y llevando la calma a los innumerables transeúntes que alborotados se movían como palomas desperdigadas por el correr de un niño travieso. Pedro que ya nos esperaba dentro de la Brasserie gritaba desesperado.

Me han quitado la cartera.
Ojo, un carterista ha hecho de las suyas, se escapa. Avisé rápidamente a todos.
Pillar al chico. Tiene que estar cerca. Avisó Roberto desde una de las mesas.

Una gendarme con sorprendente velocidad se lanzó a los pies de un chaval morenillo cuando iniciaba la carrera de huida desplomando su cuerpo en los ancestrales adoquines. Recuperaron la valiosa cartera de nuestro compañero de viaje en un suspiro, fue inmediata la conexión entre los presentes al altercado.

En la esquina opuesta de nuevo la misma imagen que tuve hacía unas horas se repetía, la mujer enfundada en tristeza me observaba con aire de enfado y con el chiquillo agarrado de la mano.

Proseguimos nuestro deambular por la ciudad de la pasión y el cielo se nubló repentinamente, la lluvia humedeció nuestros ánimos, cancelamos el tranquilo paseo y aprovechando que se acercaba la hora de comer preguntamos por alguna tasca que nos reportará una exquisita comida y no nos arruinara. Nos aconsejaron una pequeña posada en el barrio latino, cogimos un taxi, en pocos minutos nos presentamos en una antigua casona con un camarero sacado de un barco pirata, con su verruga y todo, famélico e inclinado hacia delante como desafiante a la ley de la gravedad.

Pasen señores, degustarán un plato típico que a los españolitos les gusta mucho.
No soy español, soy argentino, boludo. Pronunció con voz falsa Pedro.
Lo que usted diga señor. Asintió el camarero.

Nos sentaron en una mesa de madera maciza con surcos como un dedo. Un lugar aparentemente abandonado a su suerte hacía muchos años y que te sumergía en la época de los Mosqueteros y los duelos. Nos ofrecieron vino de la casa, nos agasajaron con pinchitos deliciosos. Nos obsequiaron con una fuente de una crema verde humeante, enseguida nos advirtieron de la contribución que haría a nuestra salud, cosa que dudábamos a primera vista. Ninguno reconocimos el contenido de aquel plato que casi brillaba, ¿sería uranio?, tenía la apariencia de un derivado del petroleo que de ser algo comestible.

Es una crema especial de verduras de la zona, contiene berzas ricas en potasio, ecológicas, es un manjar muy típico de París. Anunció el camarero pirata.
No tiene algo más consistente, algo que se haya comido previamente este potingue. ¿No tiene cochinillo?. Sonriente respondió Pablo.
Disfrute de este plato, le abrirá el apetito y a continuación podrá degustar nuestras
carnes. De buey, cordero... lo que usted quiera. Empeñado en darnos la dichosa crema.
No me fuerces, quiero carne de primero y de segundo y como mucho a continuación un postrecito.
Haga caso señor, intensificará el sabor del resto de alimentos, pensará de otra manera, verá las estrellas que cubren París antes de que la noche llegue.

Tomamos la dichosa crema, algunos a regañadientes y otros decididos seguimos las indicaciones del pirata y su loro. Deliciosa, simplemente increíble, era realmente sabrosa. Acompañó la comida de sabores y aromas majestuosamente, nuestro paladar se afinó y la recompensa estuvo a la altura de las palabras del bucanero. Increíble pero disfrutamos de un delicioso avituallamiento.

Emprendimos de nuevo la búsqueda de monumentos, persiguiendo fotografías que ya existían en nuestra mente. Nos acercamos al Arco del Triunfo y allí localizamos descansando en uno de los bancos próximos al joven carterista que había sido arrestado hacía pocas horas. Sonriente y desafiante nos miraba y se burlaba claramente. Pedro se abalanzó sobre él. Le sujetamos como pudimos, tenía la fuerza y la rabia de un toro bravo. Nos hicimos con él. El ladronzuelo sonreía viendo la incapacidad de Pedro para darle dos hostias bien dadas.



Nos alejamos de allí por el empuje del grupo, queríamos divertirnos y no perder la cabeza con venganzas con desterrados de la ciudad, nos faltaba un sólo día para volver a casa y deseábamos vivir el tiempo que restaba con risas y cachondeo. Fuimos acercándonos al Sena por unas calles bastante estrechas, posiblemente una zona de la ciudad no tan turística y tan gozosa de las bondades de la exuberancia que mostraban otros barrios donde todo era glamour y calculados gestos de ciudadanía.

Caminando en manada a través de las venas de la ciudad empedrada llegamos a las inmediaciones de la catedral de “Notre Dame”, su grandiosidad colmó el cristalino de nuestros ojos. Perdíamos la noción del tiempo observando la maravillosa fachada incrustada de detalles arquitectónicos que llamaban a los espíritus del averno avisándoles de que allí reinaba la luz, el amor y la bondad de fieles que en su interior se defienden de la oscuridad y la frustración, la maldad y el horror de los corazones muertos. A sus pies y frente a ella admirábamos su grandiosidad. Mis manos se entrelazaron con las de Ana mientras sentíamos el trabajo de miles de almas anónimas que dormitaban en las gruesas paredes que abrigaban la belleza del mausoleo, tantas vidas terminadas, cuantas almas sometidas para dejarnos en herencia tanta labor. -Venga chicos vamos a subir la escalinata, creo que son más de 200 escalones- dijo alguien a nuestro alrededor para romper la magia del momento.

En fila y tras una inmensidad de turistas, como nosotros, iniciamos la andadura por gastados peldaños con la forma de millones de suelas en su vientre, resbaladizos y esquivos haciéndonos sufrir por una interminable caracol que nos asomó a unos corredores de recovecos y estrecheces vigilado en todo momento por innumerables gárgolas. Soñábamos en el cielo de Notre Dame, cerré los ojos saboreando la inmensidad de sabores de siglos escritos en piedra. Especies animales momificadas amenazaban todo lo que se mantuviera fuera de la catedral, desde la lejanía tan agresivas y aquí tan cercanas tan frágiles. Apenas nos podíamos mover entre la multitud de curiosos, de fotógrafos que en silencio grababan recuerdos que la memoria algún día borraría.

Por fin nos aproximamos a la enorme campana que gobierna el edificio y donde todos evocábamos a Cuasimodo. Risas y frases banales llenaron nuestros oídos mientras mirando hacia abajo descubrí la vieja señora de luto que durante todo la visita se me aparecía en cualquier esquina. No hice caso, volví mi atención ante la cantidad de obras de arte que poblaban los tejados de la catedral centenaria.

Una gran campanada se produjo mientras decenas de personas paseábamos por las alturas de Notre Dame, todos sin excepción caímos al suelo intentando taponar cualquier posible entrada al ensordecedor ruido. Aturdidos y con los dientes apretados nos levantábamos empujándonos unos a otros, salidos del infierno perseguíamos la salida sin quitar las palmas de las manos de la cabeza. Se empujaban unos a otros sin importar las consecuencias, varios visitantes tropezaron arrollados por el pánico y por la imprudencia de gente más rápida que sólo quería huir.

Agarré a Ana de la cintura con la mano derecha y con la izquierda sujeté su antebrazo, inmovilizada le dije, -detente cariño no ocurre nada, no tenemos que temer nada-, volvió su cara hacia la mía y me acarició levemente la mejilla, sus ojos se coloreaban de un verde intenso y sin poder evitarlo sentí mi cuerpo endurecerse impetuosamente. La pesadez de mi sangre evitaba el bombeo de mi corazón y el oxigeno dejó de hinchar mis pulmones. Mis ojos reconocían el semblante pálido de Ana transformándose en granito y exhalando su último suspiro. Sus labios cercanos a los míos no fueron capaces de darse el último beso y permanecimos unidos en la esquina de los corredores que justo divisan el placentero pasar del Sena bañando el barrio latino dirección al sol de mediodía.

Solos, formando paisajes con innumerables monstruos divisábamos la inmensidad de la quietud en nuestras vidas, no sentía nada aunque podía observar lo que ocurría delante de mis ojos. La veía a ella, su rostro y su sutil ardor me acompañaba. Comencé a notar algo dentro de mi que me proporcionaba temor y asombro, -me deshago por dentro- pensé, sin tener ninguna opción de adivinar que estaba pasando. Adiviné la expresión perpleja de Ana, no se movía, pero podía adivinar su extrañeza ante el renacimiento de sus entrañas. Perdí el conocimiento en cuanto mi cuerpo se deshizo en miles de frágiles porciones de solida piedra. De mi vientre un niño brotó, era yo mismo, me reconocía a la edad de cinco o seis años, pude sonreír de felicidad antes de que mi conciencia desapareciera. El renacer de un pequeño muchacho que entre las piedras agarró de la mano a una pequeña niña que indudablemente era la persona de la que estaba enamorado, Ana. Seguíamos juntos en la cima de París sin alcanzar a comprender apenas nada de lo que ocurría. Por algún motivo que desconozco me acordé de la señora de negro que siempre me vigilaba, en ese momento sólo conocía a esa persona y un sentimiento de afecto floreció sin saber porque, corrí tirando de Ana en busca de la bajada a la calle donde la mujer dibujada en mi mente nos esperaba. Nos llamó de forma cariñosa, nos apretó las manos y nos alejamos del lugar sin mirar atrás.

De entre los jardines de la preciosa entrada a Notre Dame nos cruzamos con un grupo de turistas españoles que presurosos preguntaban por el paradero de un tal Antonio y una tal Ana que no habían bajado de la cima de piedra sobre el Sena.

Un beso.

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